Cuando Dick volvió en sí, estaba solo entre los troncos. Se puso en pie y miró hacia el cielo; era como un océano de olas de cristal, y a lo lejos en el firmamento divisó ballenas voladoras y a un grupo de mantarrayas emplumadas luchando por rozar un horizonte de chispas color lava.
Buscó a los demás celebrantes. No encontró a los mismos que iniciaron el desfile, puesto que ahora vio, en su lugar, a unos maniquíes ambulantes de radiación verdosa; se habían vuelto, además, transparentes. Dick era capaz de percibir el flujo de su sangre auténtica; era una corriente de puntos y líneas de colores, en secuencia inteligible, un código cifrado. Cada uno de estos seres, antes persona, era ahora un mensaje en código dirigido a Dios, quien en las alturas leía complacido y construía el mundo con la materia verbal de estos ruegos, anhelos y peticiones, expresados por tales plegarias andarinas.
Phil casi lloró ante tal armonía.
Pero, súbitamente, descubrió el escritor que una de esas figuras era un texto espurio, un mensaje apócrifo. El transparente ser no poseía sangre ni venas en su cuerpo; sólo cables y mecanismos complejos: era un hombre artificial, un replicante, una abominación funesta.
Se desplazaba entre las criaturas-mensaje y las borraba, o distorsionaba el código que les permitía perdurar. Dick no perdió un instante. El perfecto desarrollo del cosmos dependía ahora por completo de su decisión y de su acción comprometida. Extrajo su revólver oculto y comenzó a abrir fuego, persiguiendo al replicante, que se ocultaba entre los empavorecidos seres mensaje.
El androide subió hacia la cima del Tepozteco y Dick lo siguió sin tregua alguna, aún a pesar de la oscuridad y de las traicioneras rocas y raíces. Sin embargo, en un determinado momento se sintió atrapado por un montón de piedras. Dick miró hacia su pie apresado e increíblemente halló, entre la tierra, el rostro pétreo de Ambrose Bierce, el famoso escritor norteamericano desaparecido en México en plena guerra de la Revolución.
Phil Dick se sorprendió mucho al identificarle, y más cuando el propio Bierce le habló:
—Estás ya muy cerca de la cima, pero ten cuidado; el dios del Tepozteco te está poniendo a prueba, y aquí el que fracasa es el único que triunfa. Te lo digo yo que, mírame, logré alcanzar al fugaz Señor de los Vientos; le vencí y me derroté.
Antes de que Dick pudiera responderle, un movimiento a sus espaldas le hizo volverse. El replicante, el astuto señor del Tepozteco, le hacía gestos y muecas burlonas con su rostro de plástico y de aluminio.
Dick fue tras él, furioso. Llegaron por fin al templo prehispánico. El dios subió ágilmente a lo alto del edificio, luego miró a Dick ambiguamente con esa sonrisa singular —el mismo enigmático gesto de los idolillos de Pellicer—, y a continuación se lanzó al vacío.
Phil lo siguió aún. Cuando estuvo él también en lo alto del templo y contempló la inmensidad a sus pies, cuando sorprendió el júbilo de la muerte entre los peñascos y puntas arbóreas de la caída pronunciada, Dick sintió que lo comprendía todo. Tomó su arma con las dos manos y se introdujo el cañón en su boca abierta al máximo.
Esperó unos segundos...
Lo detuvo el sonido de una radio; ya amanecía y el vigilante de la zona arqueológica arribaba puntual. Pero no vio a Phil.
En cambio Dick sí escuchó el mensaje divino transmitido por la radio: había sucedido una masacre de estudiantes en protesta, en plena ciudad de México. El mundo entero estaba conmocionado por el acontecimiento y en muchos países otros movimientos estudiantiles de lucha social estaban cobrando fuerza inaudita. Una verdadera revolución colosal transformaba al mundo en ese preciso instante. Para Dick era todo muy evidente: el Impero nunca terminó. Pero ahora esa misma Prisión de Hierro Negro había caído en la trampa del Señor del Tepozteco y se había transgredido a sí misma, transformándose, inalterablemente, en Otredad pura.
Una nueva Era se avecinaba, y Dick sería su gran profeta: la Voz misma que clama en el Castillo. Decidido por completo, arrojó su arma hacia el abismo. Poco antes de iniciar el descenso fatigoso, le pareció que un rostro inmenso, asomado en el cielo de fulgores de alba, le sonreía.
Y entonces por fin, él también lo hizo.
Fin
Texto: Jesús Ademir Morales Rojas
Ilustración: Del cuento EL SABLE FUGAZ, AL FILO DEL VIENTO
© 2008, Pedro Belushi