jueves, 30 de julio de 2015

Conversaciones Con Dios. La Reflexión Del Sí Mismo


Recordé un koan del libro secreto que hasta entonces no había comprendido: «Cuando el maestro Rinzai se encaminaba a la sala central para dar una charla, un monje le interrumpió: “¿Y qué?, si nos amenazan con una espada”. Rinzai murmuró: “¡Desastre! ¡Desastre!”». Comentario: «Cuando las olas se elevan como montañas y los peces se convierten en dragones, es tonto tratar de vaciar el agua del océano con una cuchara».

Rinzai va a dar un discurso a sus discípulos, a comunicarles un conocimiento por vía intelectual. El monje que le corta el paso quiere decirle «Maestro, las hermosas ideas no sirven de nada para evitar a un enemigo que amenaza con quitarnos la vida». Rinzai, al responderle repitiendo dos veces la palabra «desastre», no se refiere a la impotencia del intelecto cuando se tiene el cuello bajo una espada, ni afirma que estando en peligro de perder la vida, a pesar de todas las consoladoras doctrinas, aquello es una catástrofe. Esos dos «desastres» se refieren a la visión que tiene el monje del maestro y de sí mismo. Desastre, por considerar que las enseñanzas son meras elucubraciones.

Desastre, por identificarse con su propio intelecto. Cuando nos identificamos con un sistema de ideas, cuando creemos que somos lo que pensamos, al encontrarnos frente a la muerte, nos embarga el terror de perdernos a nosotros mismos. Sin embargo Rinzai, que ha realizado su iluminación, se ha entregado a la simple felicidad de existir, se ha desidentificado de su propia imagen, ha encontrado el silencio interior. Sus enseñanzas no son él, son intentos de describir, de manera impersonal, cuál es el camino para llegar a la paz. Ante este koan, Takata comentó: «Unos van, otros vienen. Yo soy una piedra del camino». Rinzai con su «¡Desastre! ¡Desastre!» quiere decir «Me ves y te ves como dos intelectos, desastre/desastre, por eso crees que una espada nos alteraría. Si un asesino puede partirme en dos sin pestañear, yo puedo dejar que me parta en dos sin pestañear. Aun cuando las olas y los peces te atacan (la realidad no se comporta como esperabas), tu silencio interior sigue igual. Es tonto tratar de vaciar el océano con una cuchara. No puedes medir la vida con tu intelecto. El zen, en la paz del monasterio o en medio de un combate, es igual. Que te ataquen no es un desastre. Deja el yo individual de lado y entrégate con felicidad a la pelea como si ésta fuera una danza contigo mismo».

Al cabo de unos días, me avergoncé de entregarme a tal pánico y pensé en un koan del libro secreto: «El maestro Ungo meditaba con sus discípulos en un lugar llamado la Puerta de los Dragones. Un día, una serpiente mordió la pierna a uno de los monjes. El maestro Butsugen le dijo a Ungo: “Si ésta es la Puerta de los Dragones, ¿cómo puede ser tu discípulo mordido por una serpiente?”. A modo de respuesta, Ungo, estirando la pierna e imitando ser mordido por una serpiente, exclamó con calma: “¡Ayy!”».

En China el mítico dragón es el guardián del tesoro escondido. Un poderoso adversario que el héroe debe vencer para tener acceso a la inmortalidad. El dragón terrestre, echando alas, se convierte en dragón celeste. En otras palabras, el Yo no puede triunfar mientras no ha dominado e integrado las pulsiones del inconsciente.

La pregunta de Botsugen insinúa que el «perfecto dragón» (un monje iluminado) no debe ser afectado por los males del mundo materialista (la mordedura de la serpiente). Ungo no cae en la trampa y sugiere que estar iluminado no lo excluye de la naturaleza animal. Cuando al imitar ser mordido exclama con calma «¡ay!», muestra que es erróneo concebir la «iluminación» como una liberación del dolor. Cuando duele, el hombre realizado acepta el dolor sin que su espíritu se altere.

Fragmento del libro “El Maestro y las Magas”, de Alejandro Jodorowsky
Imagen: Catherine Jao

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