martes, 14 de julio de 2015

Gustavo Sainz: La Cauda Fosforescente


La muerte del escritor mexicano exiliado en los Estados Unidos, Gustavo Sainz, dispara, así, sorpresivamente, como suele ser esto, el arma automática del tiempo. Del tiempo o de la memoria. El primero es abstracto; la segunda, una capacidad falible, tristemente falible, como quizá alcanzó a saberlo el propio Sainz.

En la pantalla del recuerdo aparece el chico que pasó, casi abruptamente, de Rocío Dúrcal y Enrique Guzmán a The Beatles, The Rolling Stones, The Who, Traffic, Cream, Dylan, Donovan, The Byrds, Hendrix, Janis y tantas otras bandas y cantantes históricos: la verdadera aristocracia entonces. Enseguida y a partir del Rock vendrían otras familias de la realeza: el Blues, el Jazz y la otra música “clásica”.

Aparece el niño que pasó de Julio Verne, Emilio Salgari, Andersen y Lewis Carroll a Huxley, Poe, Hoffmann, Lovecraft, Wilde, Goethe... Y de Luis G. Urbina a Baudelaire, Rimbaud, Gérard de Nerval, los Contemporáneos. ¿Y México? Después de Rulfo, Paz, Revueltas y todos los necesarios: la irrupción, en el país y en la vida del chico, de una literatura que a alguien se le ocurrió bautizar como de “La Onda”.

Pero mantenerse en la escuela y en “la Onda” no fue sencillo, sin contar otras dificultades. No había ninguna relación entre “Yo no quiero reprocharte tu silencio ni tu olvido...” y la fascinante avalancha de noticias, autores, propuestas, obras y sucesos en esa época. ¿De qué podía enterarse un adolescente pobre cuando sólo tuvo a la mano algunas revistas como “México canta” y “Pop”, ahora parte de la prehistoria? Las otras, de las que tanto hablan los capitalinos, apenas estaban a su alcance provinciano en ese momento de iniciación.

Pero leer “La tumba”, de José Agustín; “El rey criollo”, de Parménides García Saldaña; las “Fábulas pánicas”, de Alejandro Jodorowsky y “Gazapo”, de Gustavo Sáinz”, fue un hecho definitivo en la vida de este niño que empezó asomarse a la otra vida, una vida que no abandonaría jamás, aunque con frecuencia se ha visto expulsado de ella por algunos cándidos, que invariable y sucesivamente se consideran “la élite”.

Estos autores, como después otros -Salvador Elizondo, Sergio Deniz, Sergio Fernández, Julio Cortázar, Borges-, mostrarían al muchacho los innumerables ríos que han explorado nuestros artistas mexicanos y latinoamericanos, desde los restos del surrealismo y la generación Beat hasta las investigaciones artísticas de Mallarmé, Proust, Joyce y Faulkner y la “nouveau roman”. Pero entonces sólo estaba la sorpresa: los personajes y la atmósfera de historias cercanas –ahora tan lejanas en apariencia- a la vida de un adolescente que ni siquiera pertenecía a la clase social en que esos personajes se movían.

No se trataba de asistir al crimen de Raskolnikov o de presenciar una escena “intrascendente” en un cuento de Chejov. Tampoco de enfrentarse a la maravillosa retórica de Shakespeare, ni siquiera de quedarse pasmado ante el extraño ritual que Carlos Fuentes narra en “Aura”. Los niños terribles de “La Onda” hablaban otro idioma, diferente del que utilizaban otros escritores tan mexicanos como ellos. Y al chico le encantaba, tanto como los otros idiomas del arte y del mundo.

“Gazapo”, “Obsesivos días circulares”, “La princesa del Palacio de Hierro”: Sainz gustaba de la experimentación formal. La anécdota pasaba a un segundo plano y el autor exhibía su habilidad literaria y, directa o indirectamente, su erudición. El adolescente escuchó decir con frecuencia: “El problema de Gustavo Sainz es que no puede deshacerse de la influencia de Carlos Fuentes. Él hubiera querido ser Carlos Fuentes.” ¿Era verdad? No importaba. Lo único que realmente importaba era el placer de leer a escritores que inventaban un mundo tan cercano, tan entrañable, tan empático.

Todo esto fue aún más fuerte con José Agustín, amigo de Sainz y de Parménides. Porque “La tumba” se convirtió en un referente obligado entre muchos, casi en una contraseña. Y cuando apareció la novela más hermosa y más hermética de Agustín -“Se está haciendo tarde. Final en laguna”- el entusiasmo rozó la adoración. El autor tenía, además, la reputación de ser el primer crítico de Rock en un país que José Luis Cuevas había puesto en la nopalera y de haber escrito parte de su novela en la cárcel.

Sainz, en cambio, empezó a ocupar puestos burocráticos en el Instituto Nacional de Bellas Artes argumentando que había que trabajar “desde cualquier trinchera”. ¿Tenía razón? Es posible. El adolescente sabía poco entonces de ideologías y tendencias políticas. Cuando despertó ante ellas, otra ventana se abrió en la casa. Han pasado muchas cosas desde aquella época, tantas, que muchas de esas ideologías y tendencias han caído en el desencanto no sólo propio sino también de muchos otros. Para decirlo pronto: el verdadero socialismo sigue siendo una utopía y parece que el marxismo debió tocar tierra en otro momento de la historia.

El muchacho lee con avidez las precoces autobiografías de Agustín y de Sainz. Es espectral recordar esto como si hubiese sucedido hace unos meses. Los escritores estaban lejos de cumplir los 30 años y ya se encontraban leyendo su vida en una sala del Palacio de Bellas Artes, haciéndose guiños desde el foro. Sainz, experimental hasta en este texto memorioso, pero citando al final a todos sus amigos y hablándoles de “tú” desde donde leía. “Los libros, había dicho o diría en una entrevista, son la memoria del mundo”. Qué cruel paradoja para los amantes de los libros, si aún los hay: acaso un día no recordaremos el alfabeto o nos preguntaremos, justo frente a un libro: ¿para qué sirve esto?

Entonces, y a pesar de los reveses de la fortuna, para decirlo con un lugar común, la aventura consistía en dejarse seducir, en mantener abiertas “las puertas de la percepción”, en viajar a través de mundos inexplorados. ¿Qué mejores compañeros en México que José Agustín, Gustavo Sainz, Parménides, Jodorowsky y otros bastante prendidos? Si ellos eran amigos entre sí o no era irrelevante: eran nuestros amigos gracias a sus libros e independientemente de que hablaran en “chilango” y en “cool”, como diríamos hoy. Lo de “chilango” no importaba; lo “cool” era un plus.

El muchacho encontró siempre más cercano a Agustín que a Sainz, pero era cuestión de gustos. Había otros que preferían la disciplina del escritor muy profesional de Gustavo, su presencia menos radical, su apariencia más “integrada”. Agustín fue lo que todos hemos querido siempre ser, a pesar de todo: libres, irreverentes, encantadores y un tanto valemadristas. Llamaba nada menos que a Salvador Elizondo -el autor de “Farabeuf” y “El hipogeo secreto” entre otras genialidades- el “Chato Elizondo”...

Supongo que estos escritores han envejecido, no sólo en el sentido fisiológico del verbo. Sainz, de hecho, ya no está. El adolescente que sigo siendo no ha vuelto a leerlos desde hace un buen tiempo. Lo último que siguió cautivándome de Agustín fue “Vida con mi viuda”. Y de Sainz creo que “La novela virtual”. De ambos, y de otros, queda una amistad a control remoto, una que nunca se estableció en la realidad real, aunque sí una posibilidad ya hecha polvo, me parece.

¿Qué más queda? Mucho, mucho más. Pero ahora la concentración necesaria para reconstruir un momento insustituible se escapa. Quedan los atisbos de descubrimientos definitivos. Queda la cauda fosforescente de una metamorfosis. Quedan las iluminaciones.

Fuente: La Vanguardia

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