Estos días he retomado la lectura de un libro que en su momento fue un placer extraordinario de leer: “Martes con mi viejo profesor”, de Mitch Albom. En él, Mitch recibe las mejores lecciones de vida de un antiguo profesor, Morrie Schwartz, que en el tránsito hacia su muerte por enfermedad se revela como un maestro existencial.
¿Has tenido realmente alguna vez un verdadero maestro? Un maestro que te viera como una joya, como un diamante en bruto al que podía pulirse para darle un brillo magnífico.
Existen muchos tipos de profesores, todos hemos tenido profesores a los que hemos odiado, algunos no nos han dejado apenas huella, pero algunos han sido especiales. Incluso, por encima de ellos, puede llegar a surgir ese profesor único, que aparte de enseñarnos sus asignaturas correspondientes nos ha enseñado a vivir; con pequeños consejos nos orientó en algún momento de nuestra vida, o fue un claro ejemplo de humanidad, generosidad, amor, comprensión... Este tipo de maestros jamás se olvida.
A Mitch Albom le pasó lo mismo con un profesor de la universidad, su profesor de sociología, Morrie Schwartz, al que no volvió a ver desde que se licenció. La vida quiso, no obstante, que Mitch recibiera una nueva y última clase con este viejo profesor, que por circunstancias de la vida padecía una enfermedad terminal (esclerosis lateral amiotrófica).
Los martes son los días elegidos por ambos para reunirse a tomar clases de una asignatura denominada “la vida”.
Este libro que ha cautivado a millones de personas narra los acontecimientos del presente intercalando recuerdos del ayer del viejo profesor. En el transcurso del libro vemos cómo su salud va empeorando, y digo la salud y no la sabiduría, pues esta última va a más.
Nos encontramos ante un relato extraordinario, pues da una pena enorme ver un buen hombre llegando a su fin; y es a la vez un relato iluminador, que nos enseña a ver la vida de otra manera, sin dejarnos llevar por la inercia que tiende a imponer el sistema. En definitiva, nos encontramos ante uno de esos relatos que hacen que te plantees cuestiones esenciales y que deja una huella inolvidable.
Las lecciones de vida son:
La visión del mundo
Sentir lástima de uno mismo
Los arrepentimientos
La muerte
La familia
Las emociones
El miedo a envejecer
Cómo perdura el amor
El matrimonio
Nuestra cultura
El perdón
El día perfecto
El adiós
Reproduzco algunos fragmentos del mismo:
Son muchas las personas que van por ahí con una vida carente de sentido. Parece que están medio dormidos, aun cuando están ocupados haciendo cosas que les parecen importantes. Esto se debe a que persiguen cosas equivocadas. La manera en que puedes aportar un sentido a tu vida es dedicarte a amar a los demás, dedicarte a la comunidad que te rodea y dedicarte a crear algo que te proporcione un objetivo y un sentido.
Todo el mundo sabe que se tiene que morir, pero casi nadie se lo cree.
(...) si te sumerges en estas emociones, permitiéndote a ti mismo tirarte de cabeza a ellas, hasta el final, por encima de tu cabeza incluso, las vives de una manera plena y completa. Sabes lo que es el dolor. Sabes lo que es el amor. Sabes lo que es la pérdida de un ser querido. Y solo entonces puedes decir: “Está bien. He vivido esa emoción. Reconozco esa emoción. Ahora necesito desligarme de esa emoción por un momento”.
Morrie hizo una pausa y me observó, tal vez para asegurarse de que yo entendía bien aquello.
–Sé que crees que solo estamos hablando de la muerte –dijo–, pero es lo que yo te repito: cuando aprendes a morir, aprendes a vivir.
Morrie me habló de sus momentos más temibles, cuando sentía el pecho bloqueado con ataques de tos o cuando no sabía si volvería a respirar. Eran momentos horribles, decía, y sus primeras emociones eran de horror, el miedo, la angustia. Pero cuando llegó a reconocer la sensación de esas emociones, su textura, su humedad, el escalofrío por la espalda, el sofoco que te recorre el cerebro, entonces fue capaz de decirse: “Está bien. Esto es miedo. Apártate de él. Apártate”.
Pensé en la frecuencia con que era necesario esto en la vida diaria. En cómo nos sentimos solos, a veces hasta el borde de las lágrimas, pero no dejamos salir esas lágrimas porque no debemos llorar. O en cómo sentimos un arrebato de amor por nuestra pareja, pero no decimos nada porque nos paraliza el miedo a las consecuencias que pudieran tener esas palabras sobre la relación de pareja.
El planteamiento de Morrie era exactamente el contrario. Abre el grifo. Lávate con la emoción. No te hará daño. Solo puede ayudarte. Si dejas entrar el miedo, si te lo pones como una camisa habitual, entonces podrás decirte a ti mismo: “Bueno, no es más que miedo, no tengo que dejar que me controle. Lo veo por lo que es”.
Una tarde me quejo de la confusión propia de mi edad, de la oposición entre lo que se espera de mí y lo que quiero yo mismo.
–¿Te he hablado de la tensión de los opuestos? –me pregunta–.
–¿La tensión de los opuestos?
–La vida es una serie de tirones hacia atrás y hacia delante. Quieres hacer una cosa pero estas obligado a hacer otra diferente. Algo te hace daño, pero tú sabes que no debería hacértelo. Das por supuestas ciertas cosas aunque sabes que no deberías dar nada por supuesto.
Es una tensión de opuestos, como una goma elástica estirada. Y la mayoría de nosotros vive en un punto intermedio.
–Algo parecido a un combate de lucha libre –le digo–.
–Un combate de lucha libre–dice, riéndose–. Sí, la vida podría describirse así.
–¿Qué bando gana entonces? Le pregunto.
–¿Que qué bando gana?
Me sonrie, con sus ojos llenos de arrugas, con sus dientes torcidos.
–Gana el amor. El amor gana siempre.
Álex Rovira
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