Alejandro Jodorowsky: Recorriendo las calles de Nueva York, llenas de enormes rascacielos, inmensas tiendas, ríos de ciudadanos dedicados a comprar y consumir, incesante publicidad, despilfarro de energía, recordé una fábula que escribí hace muchos años, “El buey y la carreta”:
Aquella flamante carreta tenía inmensas ruedas de acero con incrustaciones de oro. Sus ejes eran robustos y pesados, cubiertos de finísima grasa extraída de animales engordados especialmente para eso. Sus paredes, decoradas por por los mejores artistas de la comarca, emitían brillos diamantinos. Pero esa belleza no disminuía la fuerza extraordinaria de sus varillas. El carromato podía cargar un cerro de monedas y joyas... Le uncieron un buey. El animal, tan rápido como el peso que arrastraba se lo permitía, avanzó por el camino, silencioso y resignado. A cada metro, la emperifollada carreta lanzaba crujidos profundos. Los que la observaban decían con admiración: “¡Es una carreta noble: sufre, le cuesta transportar el tesoro, pero cumple!”... Pasó el tiempo. Al buey comenzaron a notársele las costillas, y a su hondo resuello se mezcló una tos cavernosa. Nadie la tomó en cuenta: todos tenían ojos sólo para la carreta. “¡Qué bien pasan los años por ella, sigue brillando como siempre a pesar del enorme esfuerzo que hace! ¡Es digna de un premio!” Ignorando la miserable presencia del buey, le otorgaron un diploma al carromato. Y lo aplaudieron. El animal; desnutrido, agotado por el esfuerzo continuó, comenzó a tambalearse y tropezar. Lo apalearon por inoportuno, malagradecido y perezoso. Convertido en un anguloso paquete de huesos y pellejo, el buey murió expectorando una sangre tan pálida que parecía agua. Junto a él se quedó la carreta sin poder moverse a pesar de todos los diplomas, condecoraciones y aplausos.
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Ilustración: “The Wagon” by Mat Pringle
Intervención de Imagen: Manny Jaef
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