Ahora, sabiendo a qué hace referencia el Evangelio, es necesario ver la «Presentación de Jesús en el templo» de otra manera.
Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, conforme a la ley de Moisés...
En la versión ecuménica, una nota precisa: «Ciertos antiguos testimonios leían: “a purificación de él” o “de ella”. De hecho, la ley del Levítico 12:1-8 no concierne sino a la madre».
Es entonces María quien acude al templo para ser purificada. Esta pobre Virgen, que ya ha debido fajar a su bebé y hacerlo circuncidar, ahora ante la ley está obligada a pasar esta nueva prueba. La mujer más pura en la historia de la humanidad debe hacerse purificar por los sacerdotes que, sin duda alguna, son mucho menos puros que ella -porque no existe ninguna persona que sea tan pura como María, José y el niño.
Estos dos jóvenes avanzan humildemente hacia el templo. No están tristes, simplemente porque no pueden estarlo: son seres plenos. Portan dos pequeños pájaros: la ofrenda de los pobres. Se han dicho «En lugar de un cordero, llevaremos pájaros». Hacen el don mínimo exigido por el templo para el sacrificio, porque estaba escrito «Y si no tiene lo suficiente para un cordero, tomará entonces dos tórtolas o dos palominos». Hemos visto que José y María eran ricos, puesto que los Magos les habían ofrecido oro. Aceptan entonces el sacrificio reservado a los pobres con el fin de dar el mínimo posible en esta ceremonia.
Ahora el templo con el bebé envuelto en fajas de pañales. Él se presta al rito porque necesita ingresar al pueblo elegido: le hace falta Ser como los otros, para pasar por todo aquello para dar, más tarde, gracia y verdad a esta ley.
Sin embargo, los árboles genealógicos que examino me demuestran que esto no se ha realizado. Aún hoy continuamos pensando, según la ley de Moisés, que el acto sexual es sucio, que la mujer no es pura, que le hace falta purificarse después de un parto y que el niño es el fruto del pecado.
Al venir a aportar la gracia y la verdad, Cristo viene a cambiar la ley de Moisés: otorga una revolución total, puesto que Moisés no tuvo mujer mientras que Cristo tiene una.
El Cristo es nacido de una mujer. Tiene a una madre que se ocupa de él desde su concepción y durante toda su infancia. (María no experimenta más que una distracción: el día que Jesús permanece en el templo sin que ella se dé cuenta.) En tanto recibe el amor de la mujer, Jesús sabe amar a lo femenino. No puede, entonces, estar de acuerdo con la ley de Moisés, y menos aún cuando ha conocido el nacimiento. Desde el interior del vientre de María, ha visto cuán maravilloso y perfecto fue el parto. Con tal conocimiento de causa, no puede decir que una mujer queda impura cuando da a luz. Resulta imposible que sostenga esta peregrina concepción patriarcal.
Sin embargo, sí hay una tristeza, una sola, en María, José y Jesús cuando avanzan hacia el templo: pensar en las tórtolas que van a asesinar. El Cristo las bendice y las calma diciéndoles: «No tengáis miedo. Cuando seáis sacrificadas os encontraréis en el reino de mi Padre, donde tendréis un sitio de elección». Las tórtolas le responden: «No te preocupes, mi Dios. Damos nuestra vida con placer porque sabemos que hemos de reencontrarte.
Cerraremos los ojos pero los abriremos de inmediato... y Tú estarás a nuestro lado».
Los dos primeros animales que entran en el Reino de los Cielos son estas dos tórtolas. Al momento del sacrificio, se ofrecen como ningún animal lo ha hecho jamás. Están llenas de fe y colmadas por el Espíritu divino.
Estas aves son las primeras sacrificadas y anuncian a los niños masacrados por Herodes (Mateo 2:16-18). Degollar a los niños o a las tórtolas se vuelve lo mismo.
Hay que tener un momento de piedad por todas esas madres y todos esos niños que fueron masacrados porque Cristo había nacido. Hace falta comprender el sufrimiento que ha tocado a todos esos inocentes cuando Cristo llega.
Es necesario comprender que cuando el ser nuevo llega del interior de nosotros, cuando arriban nuestro José y nuestra Virgen María, hay numerosos inocentes y muchas cosas que son sacrificadas. Cuando nuestra vida se transforma por completo, el dolor es la primera cosa que producimos a nuestro alrededor.
Puesto que vivíamos en un mundo que tenía un cierto bajo nivel, y puesto que este nivel nos correspondía, cuando nos transformamos, las personas que aún permanecen en el antiguo nivel no pueden comprendernos y nosotros no podemos ya vibrar con ellas. Esas personas comienzan, pues, a sufrir. Buscando un culpable, tratan de demoler la causa que nos ha hecho cambiar, y este ataque se apoya en opiniones como «¿Qué te ha dicho éste? ¿Qué te ha hecho aquélla? ¿Quién es el (o la) criminal que te ha cambiado? ¿Por qué?», o bien «¿Qué te sucedió? ¿Por qué te has vuelto tan malvado? ¿Por qué pareces indiferente a mis agresiones?».
Pasamos entonces por un momento de matanza de los inocentes. Es la ley del avance. Esto quiere decir que el dolor es la primera manifestación del cambio.
Habrá numerosos dolores en nosotros y a nuestro alrededor en el momento de la toma de conciencia, porque es triste abandonar lo que nos definía. ¡Qué triste no poder ya identificamos con nuestro ego! ¡Qué triste detener el rencor con respecto a nuestros padres! Todo esto es difícil, ya que nos hemos edificado toda una vida y la hemos vivido vociferando contra montones de cosas.
El día en que el dictador Francisco Franco murió, no vi a un hombre más triste que a cierto escritor antifranquista a quien yo frecuentaba. Él había vivido toda su vida escribiendo obras de teatro contra Franco. Desamparado, me dijo «¿Qué voy a hacer ahora?». Más tarde, lo encontré: se hizo anticomunista y pudo otra vez vociferar.
El día en que nos perdonamos a nosotros mismos, la tristeza que nos oprime por el rencor, una de las bases de nuestra existencia, desaparece.
...o trajeron a Jerusalén para presentarlo al Señor (como está escrito en ley del Señor: «Todo varón que abriere la matriz será consagrado al Señor»).
Ahí queda muy claro que; la ley de Moisés es la del Señor. A partir del portentoso momento en que Dios se encarna y conoce a una madre, comienza a ver una base nueva: ya conoce al hombre, ya conoce el alumbramiento, ya conoce la carne y el corazón humanos.
Antes, cuando Dios otorgó la ley a Moisés, era una ley proveniente del cielo. Ahora es la divinidad encarnada la que aparece y la que viene; a cuestionarse a sí misma. Y es hermoso ver cómo Dios discute su propia ley y la cambia. Si Él es capaz de cambiar sus leyes, ¿por qué no cambiamos las nuestras?
Es muy difícil para los seres humanos cambiar su ley. Mentalmente, cada uno de nosotros posee una «ley de Moisés» que yo llamo trampa. Podemos aplicarla en nuestra cotidianidad y decir a alguien «Estás en tal trampa».
Por ejemplo «Si eres hijo: o hija de un alcohólico, incluso si detestas la bebida, la vas a amar. Incluso si odias su vicio, tendrás relación con él». O «Si eres hijo o hija de un médico o si en tu familia se está en relación con la enfermedad, tendrás una relación emocional con ella: tu manera de obtener amor será enfermarte».
Hay personas que acuden durante veinte años a terapia psicoanalítica y no cambian en absoluto su «ley de Moisés»: la mantienen.
Nos hace falta despertar y revolucionarnos. Nos hace falta absorber y transformar las energías de la trampa y decidirnos a cambiar. Si no, vamos a avanzar y decir «Estoy harto de la ley de Moisés», pero algún tiempo después la reintegraremos. Nos rebelaremos contra ella muchas veces sin jamás verdaderamente aboliría, porque salir de la «ley de Moisés» significa entrar en una nueva forma de vida en la cual todo cambiará y ya jamás seremos los mismos. Como decía Bretón, «Dejar lo seguro por lo incierto. Abandonar la presa por la sombra». Esto significa vivir en el riesgo, y eso es lo que en absoluto queremos. La «ley de Moisés» garantiza el fin del riesgo porque en ella todo ha sido grabado y previsto.
Para no ser masacrado por la ley de Moisés, hacía falta ir al templo y seguir el ritual. Es lo que hizo la Santa Familia.
«Todo varón que abriere la matriz será consagrado al Señor.»
Incluso hoy, casi todas las familias se atienen a esta «ley» que exige que el primogénito sea un varón. Es de una injusticia total: ¿dónde se arrincona a la mujer? ¿A qué rincón se lanza a los demás hermanos? En aquella época estaba bien: hacían falta sacerdotes; pero en el presente es inconcebible.
Si nace una hija, es una gran decepción: ella está ya casi perdida por adelantado, porque se le va a exigir que sea un hombre. Se le llamará Antonia, Daniela o Micaela. Tendrá un nombre de resonancia masculina.
Si la mayor es una hija y el segundo un varón, aquélla pasará todo el tiempo peleándose con éste: tratará constantemente de castrar a su hermano a fin de ser aceptada y entrar en relación con sus padres.
Si la mayor es una hija y la sigue otra mujer... los padres procrearán a un tercer hijo. Si éste es de nuevo mujer, ¡catástrofe!: engendrarán un cuarto hijo. Si por fin éste es varón, ¡hosanna!: se convertirá en el centro, será el atendido y todas sus hermanas pasarán a un rincón mientras se pelean y desgarran para obtener el amor de sus padres.
Si la mayor de una familia de seis niños es mujer, ella se ocupará de todos sus hermanos y hermanas, luego se casará y continuará ocupándose de niños.
Cuando se es el segundo varón, ¡cuánto no se deberá sufrir por el hecho de que el primer hijo tiene todos los derechos legales y es el más importante!
Todo esto no es válido sino en una familia que quiere un varón. Hay padres que no lo desean en absoluto.
En el curso de la terapia psicogenealógica he tratado un caso muy preciso: un padre y una madre tenían cada uno un hermano al que detestaban porque sostenían una competencia con él- Estos dos hermanos mueren al mismo tiempo y a la misma edad, en la guerra. Tanto este padre como esta madre, pues, sienten haberse «deshecho» de sus respectivos hermanos molestos. Tras reencontrarme con ellos, me di cuenta de que uno de sus hijos, un adolescente en el cual sus padres veían al hermano rival desaparecido, estaba al borde de la muerte porque había perdido el deseo de vivir.
A veces, cuando estamos en competencia, como el inconsciente carece de moral hace desaparecer al adversario. La competencia entre hermanos surge del hecho de que cada uno de nosotros quiere ser centro del mundo frente a sus padres.
Y hay todavía algo peor, y para entenderlo planteemos un esquema: Óscar odia a Javier, su hermano mayor, porque le quitó el amor de madre; Óscar se casa, tiene un primogénito varón y lo llama Javier. Óscar entra en competencia con este Javier porque le proyecta a su hermano rival; al mismo tiempo, Óscar proyecta a su propia madre sobre su mujer, digamos Elisa. Ésta se vuelve, pues, la madre de Óscar. Como Óscar entra en competencia con su hijo Javier ante Elisa, madre-esposa, Óscar lo odia como si fuera su hermano. Etcétera. Este fenómeno es mucho más frecuente de lo que parece y puede no terminar jamás.
Todo esto porque el primer hijo varón es el elegido del Señor y no los otros. Tal «ley» provoca insuficiencias emocionales profundas, e incluso guerras y devastaciones. Hay que erradicar de inmediato la terrible «ley de Moisés» de las leyes humanas. En mi opinión, es la responsable de millones de muertes, ya sea en el alcohol, la depresión, los manicomios...
Todos los niños deberían ser iguales. Es por esta razón que en la parábola de la viña (Mateo 20:1-16), el propietario paga a todos los obreros la misma cantidad al final del día, sin importar que hayan llegado a trabajar en la mañana, la tarde o la noche. En una familia, todos tienen los mismos derechos. El varón no puede ser el elegido del Señor. ¿Por qué no iba a serlo la mujer? ¿Hasta cuándo aceptará que el hombre sea el «elegido del Señor»? En verdad: ¿por qué no ella? ¿Hasta cuándo, en los árboles genealógicos, la mujer estará confinada en el rol de Eva?
Veamos en qué consiste este rol:
A la mujer [Dios] dijo: «Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces en razón de tu desobediencia; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo te atraerá a tu marido, y él se enseñoreará de ti».
¡En qué imagen de la mujer vivimos!
Es la Virgen María quien llega a cambiar esta imagen: ella es la mujer plena de poder, de belleza, de pureza. Así, en cuanto viene a cambiarlo todo, ¿qué hacemos de ella? La transformamos en mujer frígida, metafóricamente la cortamos al nivel de la cintura para que la parte inferior de su cuerpo incluido por supuesto su sexo, ya no funcione. La convertimos ni más ni menos que en el modelo de la mujer sin sexo.
Resultados: seguimos en la ley dada por Moisés. Las mujeres se complacen en castrar a sus hijos. La que es frígida es respetada. La que ha (tenido diez hijos por deber y no por placer, despierta la aprobación general. La que detesta a su marido porque éste es demasiado proclive a la sensualidad -un «mujeriego»-, corresponde a la ley de Moisés. La mujer inhibida o la que no es ella misma, corresponden también a la ley de Moisés.
Esta ley no termina de hacer estragos: es una devastación que se hace sentir hasta en los hospitales o maternidades en donde las mujeres son sometidas a toda clase de agresiones durante su alumbramiento porque «parir es un pecado, un acto impuro». Y las comadronas que trabajan en esos sitios, por el hecho de que fueron reprimidas sexualmente por un mito mal comprendido, tendrán la obscenidad de meter sus dedos en la vagina de las parturientas, para romper la membrana y apresurar él nacimiento, los médicos de perpetrar cesáreas y de maltratar a la mujer en mil y una formas. La ley de Moisés se vuelve una comedia trágica.
¿Hasta cuándo una mujer en menstruación aceptará no entrar en el templo? ¿Hasta cuándo tolerará vivir el periodo menstrual como una vergüenza? Dado que el Señor ha creado el ciclo de la reproducción, es imposible que Él rechace su creación por encontrarla «impura».
Debemos cambiar todo eso. Como lo indica muy bien el Tarot, tiene que haber un estado de igualdad entre el hombre y la mujer. Deberíamos tener presidentes y presidentas, Papas y Papisas; en todos los puestos importantes debería haber una pareja. Pero a pesar de esto tan evidente, no pensamos en ello y aceptamos como natural la absurda situación en que vivimos.
Continuará...
◇
Alejandro Jodorowsky, en “Evangelios para sanar” (Ed. Siruela)
Pintura: Andrea del Sarto (La Virgen de las Arpías, 1517.)
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