Caminamos en silencio con paso rápido por Arturo Prat y cuando llegamos al cité, Jodorowsky se queda mirando la entrada que conduce a un estrecho pasillo al aire libre donde hay cuatro puertas a cada lado. Lo observo y descubro que sus ojos ya no están, que se han echado a volar, que viajan ensoñados hacia el pasado.
Mientras él viaja yo pienso en “El Topo”, la película que fascinó a John Lennon y que incluso lo llevó a financiar su exhibición por las noches en una sala de Nueva York, lo que terminó generando la expresión “película de culto”.
También se me viene a la memoria el guión que envió a George Harrison para convencerlo de que actuara en otra de sus películas. Harrison lo recibe, conversan y acepta, siempre y cuando se elimine el primer plano del ano porque no estaba dispuesto a ser filmado de esa manera, pero el caballero ya entonces era porfiado y le dijo que un artista no transa y al final la actuación no se concretó. Y desfilaban por mi cabeza Moebius, Marcel Marceau, Duna, México, el Cabaret Místico y el Tarot cuando Jodorowsky, que continúa flotando ante la puerta del cité, de pronto se gira y me dice, sí, aquí es.
Entramos y nos detenemos frente a la segunda puerta de la izquierda. Me vuelve a mirar y me interroga con esos ojos que están y que no están, que van y vuelven, y yo, démosle, le digo con la mirada.
Jodorowsky toca el timbre mientras me doy vuelta y con una levantada de cejas interrogo a Valenzuela y a Puerto, quienes asienten casi imperceptiblemente con el aire gansteril de profesionales con oficio: corre cámara, corre sonido.
Un par de horas antes le había dicho que siguiendo sus instrucciones habíamos encontrado el lugar donde vivió a los siete años cuando sus padres se trasladaron de Iquique a Santiago.
Después del timbrazo, el silencio se alarga y nos empezamos a deprimir con la idea de que no hay nadie, pensando que cómo vamos a tener tan mala cueva hasta que se comienzan a escuchar unas pantuflas que caminan arrastrándose por el pasillo y un picaporte suena y la puerta se abre dejando ver a una cabecita canosa con ojos celestes que nos tranquilizan.
Jodorowsky la mira sonriente, le explica que él vivió allí hace 60 años, que quiere entrar a ver de nuevo su casa, que anda con unos amigos, que si nos da permiso, y a la cabecita canosa le gusta la idea y comenzamos el recorrido. En cada habitación parecen escucharse los susurros de viejas emociones y surgen los recuerdos y sus ojos vuelven a emprender el vuelo y en su mirada cabe el universo entero. Tenía razón Baudelaire, la patria es la infancia.
Al final llegamos a su pieza de niño y dice, mira Góngora, en esta pared hice un inmenso elefante de mocos, con mis mocos, me demoré meses, pero al final lo parí.
Retrocede para contemplar la pared vacía, pensando que el elefante tuvo que irse cuando él se cambió de casa y entonces me doy cuenta que lo extraña y lo imagina en una selva lejana rodeado de elefantitos que chapotean en el agua salpicando a Jodorowsky, que ahora los observa desde la orilla, mientras el elefante, desde la pared, contempla al niño que resfrío a resfrío, moco a moco, le está dando vida.
El elefante y Jodorowsky se sueñan y se encuentran, y la cabecita canosa con ojos de cielo que nos mira desde cerca duda si nos imagina o nos sueña, y todos los que estamos allí sentimos, al menos por un instante, que no hay una frontera rígida que separe al pasado y al presente, a la ficción y a la realidad, a la imaginación y a los recuerdos.
Texto publicado por Augusto Gongora
Imagen: Cosas Sueltas
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A Propósito De Los Elefantes...
➡ La Doma Del Elefante: Compendio De Las Cinco Partes Expuestas En Nubes De Dosis Diarias
➡ Maestro, ¿Por Qué Elefantes En Sus Películas?
➡ El Ratón Y El Elefante
➡ TUSK (1980) - Película De Alejandro Jodorowsky
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