martes, 26 de agosto de 2014

Saber Escuchar

Un hombre entra en unos urinarios públicos. Comienza a orinar cuando, de repente, a la altura de sus ojos ve una frase corta que dice: «¡Mira un poco más arriba!». 
El hombre alza un poco la vista y ve escrito: «¡Mira más arriba aún!». 
Echa la cabeza hacia atrás para poder leer: «¡Mira un poco más arriba aún! A la altura del techo», 
El hombre, con la cabeza completamente volcada hacia atrás, lee en el techo: «Idiota, te estás meando los zapatos». 

Cuanto más huimos de la realidad hacia lo mental, «la espiritualidad», más nos meamos encima. Cuando las olvidamos, nuestras necesidades primarias se desbordan. Como los cuatro ríos del Edén, que surgen de una fuente común, el ser humano cuenta con cuatro energías que manan desde su centro vital: pensamientos, emociones, deseos y necesidades. Quien desprecia y reprime las tres últimas, y por la ilusión de mostrarse «puro» habita sólo en lo mental, se convierte en una planta sin raíces, en semilla hueca, en sembrador de espejismos. Podemos, volviendo al chiste anterior, interpretar la solicitud de mirar cada vez más arriba, descuidando nuestras actividades materiales, como una equivocada búsqueda de santidad en pos del Dios exterior. Por desconocimiento o desprecio a nosotros mismos, todo lo que concebimos como sublime lo buscamos fuera de nosotros, en lo alto, imitando los ojos de esos santos de la pintura clásica que miran arrobados hacia el cielo como si allí, en el lejano firmamento, residiera, en un trono de oro y joyas, un barbudo Padre eterno... Para vivir la auténtica espiritualidad, desarrollando la fe en nosotros mismos, debemos aprender a escuchar al Dios interior. 

En sueños, un hombre ve a san Pedro. Este último le dice: -¡Ten siempre confianza en mí! Cuando estés en peligro, dime: 
«¡San Pedro, ayúdame!», y yo vendré a ayudarte. 
Un poco más tarde, nuestro hombre viaja en barco y éste se va a pique. Se encuentra en un bote de salvamento, remando en medio del océano. Pero el bote está agujereado, el agua sube inexorablemente y le llega a los tobillos. 
Exclama: -¡San Pedro, ven, ayúdame! 
Ni bien lo ha dicho, pasa un buque muy cerca del bote. El hombre, esperando que el santo baje del cielo a rescatado, desprecia el gran navío, el cual desplaza tal masa de agua que la pequeña embarcación se llena más deprisa y el hombre se ve sumergido hasta la cintura. Repite su súplica: 
-¡San Pedro, ayúdame! ¡Dijiste que si te llamaba bajarías a salvarme! Un segundo buque aparece. El hombre, mirando hacia el cielo no le presta atención. El barco le roza y se encuentra con el agua al cuello. Muerto de miedo, exclama: 
-¡San Pedro, ayúdame! ¡No me falles! ¡Ven! 
Se acerca una tercera embarcación y, mientras nuestro hombre sigue implorando hacia el cielo, su bote se sumerge totalmente. Muere ahogado y se encuentra delante de san Pedro: Asqueado, le dice: 
-¿Te parece bonito? ¡Confiaba en ti! ¡Habías prometido prestarme ayuda, y mira ahora dónde estoy! 
-¿A qué vienen estos reproches? ¡Envié tres barcos para salvarte y tú ni siquiera quisiste mirarlos! 

Podríamos imaginar que esos tres barcos, simbólicamente, corresponden uno al cuerpo, el otro al centro libidinal y el tercero al centro emocional. El hombre, encerrado en su intelecto, identificado con sus ideas, prejuicios y razones, se siente al borde de la asfixia, se angustia, lo amenazan innumerables fantasmas (¡El sistema económico va a reventar! ¡Nuevos virus acabarán con la salud! ¡Los alimentos están contaminados! ¡El agua potable puede acabarse en el planeta! ¡Una bomba estallará en el metro! ¡Nunca podrá salvarte el Dios que tu religión te ofrece...!). Desde su Interior, una voz a la que no escucha le dice: 

Calma tu mente, límpiala de sus ideas caducas, vence el miedo y avanza día a día, como hace frente con valentía un torero a un toro tras otro. Tú mismo puedes abatir esos límites que desde niño han embutido en tu espíritu. Este mundo en el que te quieren obligar a vivir es sólo una posible realidad, pero existen otras. La energía que mueve al mundo no tiene por qué ser el petróleo, la fuerza nuclear o la violencia masculina; las fortunas no tienen por qué estar acumuladas obligatoriamente en una minoría de la población a costa del hambre de la mayor parte de la humanidad; la casa en la que vives no tiene por qué ser trazada con un simple tiralíneas; ni los edificios construidos sin amor por arquitectos vendidos a una industria que es inhumana tienen necesidad de erigirse, con falsas ventanas e insano aire acondicionado dentro, como arrogantes falos. Deja de temer las enfermedades, tú puedes ser tu propio curandero. 

El mundo es un edén en potencia que debes hacer que dé frutos. Para cambiarlo, comienza por cambiar tú... ¡Pero no te subes al barco! Temiendo lo incierto y aferrándote a lo seguro, desdeñando los deseos que te impulsan a crear, buscas jefes, amos o empresas desalmadas para que te den un empleo, una ratonera donde vegetar trabajando en algo que no te gusta. No piensas en realizar una buena obra, sino que mendigas un buen sueldo. Sumido en esa esclavitud, a los conflictos emocionales los llamas estrés, y en vez de subirte al barco crees que ingerir pastillas te aliviará... Prefieres, egoísta, dejar que la espada caiga sobre la cabeza de tus descendientes eligiendo nebulosos políticos para que te gobiernen o consumiendo productos industriales que son nocivos, sin hacer tu trabajo, sin mutar mentalmente, sin convertirte en el hacedor de tu destino... ¡Egos necios, estoy yo aquí llamándoos sin cesar y vosotros nunca me escucháis! 

Un hombre regresa de la guerra sin brazos, sin piernas y sin tronco. Convertido en cabeza, vive con su familia algunos años. Llega una vez más el día de su cumpleaños. Sus parientes se reúnen alrededor y le ofrecen un regalo dentro de una caja de cartón. La cabeza, con alegre curiosidad, usando sus dientes, la abre, mira en el interior y con decepción exclama: 
-¡¡¡Oh, no, otra vez un sombrero!!! 

Imaginemos que la cabeza, intelecto puro, se cortó ella misma las piernas por miedo a avanzar, los brazos por miedo a elegir y el tronco por miedo a vivir. Si es así, recibe entonces el regalo que corresponde a los límites que se impuso. Si inhibimos nuestras posibilidades, si eludimos nuestro ser profundo, si nos protegemos dentro de prejuicios, lo que recibiremos será producto de esos límites. Si continuamente hay personas que nos agreden, es porque nos hemos cortado del amor a nosotros mismos, y recibimos del mundo cosas que concuerdan con las mutilaciones que cargamos. Si bien es cierto que esas mutilaciones nos las han causado la familia, la sociedad, la cultura, etc., hay un momento en nuestras vidas en el que debemos repararlas y otorgarnos a nosotros mismos eso de lo que nos han privado. Los problemas, las crisis, las enfermedades, los fracasos, las heridas pueden ser motores de acción, de cambio, de madurez. El dolor es la principal raíz de nuestra realización. 

Lo que pensamos que es la vida es sólo un punto de vista, un sombrero más. No hay que tratar de comprender la vida, hay que vivirla. No podemos explicar qué son la amistad, el amor, la felicidad. Debemos aceptar -sin juzgarlos- nuestros gustos, deseos o emociones y ver cómo los canalizamos sanamente hasta llegar a ese agradable estado en el que permitimos que nuestros juicios lleguen sin tener que casarnos con ellos, empleándolos cuando nos sirvan y dejándolos ir cuando hayan caducado. No somos nosotros quienes pensamos, sino que es el centro mental quien recibe el pensamiento del espíritu colectivo. No somos nosotros los que nos imponemos amar, es el corazón quien decide abrirse; nuestros deseos nacen como una manifestación del cosmos, podemos inhibirlos pero no podemos cambiarlos. En un universo del que sólo conocemos un 1 %, captado por un cerebro del que apenas sabemos emplear diez de sus incontables células, nada podemos explicar por completo. Si narramos nuestra vida a alguien, no es nuestra vida sino lo poco que hemos captado de nuestra vida lo que le narramos. 

Un anciano, que pasa por ser el más sabio de la tribu, inicia a un grupo de niños en la caza. 
-¡Venid jovencitos, entre todas las demás huellas, éstas son las de un grabor! Es importante que las conozcáis para saber luego distinguirlas. 
-Pero, abuelo, dinos: ¿cómo es un grabor? 
-¡Ah, eso no lo sé! Por precaución siempre evité acercarme a esos monstruos. Pero conozco muy bien sus huellas. 

El encuentro con el Dios interior provoca en el Yo personal una sensación de agonía. Al demolerse los límites del pensar, del sentir y del crear tememos perder nuestra identidad. Identidad que nos ha sido impuesta y que cargamos como una sólida armadura. Nos guarecemos en toda clase de estancamientos por temor a lo fluido, fluidez que es la esencia de la vida. Cuando en un estado alterado de la percepción nos vemos frente al Dios interior, en lugar de entregamos a él, le huimos... En su libro Mi vida, el psicoanalista Carl Gustav Jung cuenta un sueño en el que se plantea el problema de la relación entre el Dios interior y el Yo personal, sin poder resolverlo. 

Me encontraba de excursión por una pequeña ruta. Atravesaba un valle, el sol brillaba y ante mis ojos se presentaba un vasto panorama. Después llegaba cerca de una pequeña capilla, ubicada al borde del camino. La puerta estaba entreabierta. Entraba. Para mi gran asombro no había una estatua de la Virgen, ni un crucifijo sobre el altar, sino un magnífico arreglo floral. Delante del altar, sentado en el suelo en la posición del loto, mirando hacia mí había un yogui profundamente concentrado. Mirándolo más de cerca vi que tenía mi rostro. Estupefacto y aterrorizado, me desperté pensando: «¡Ése es el que me medita! ¡Tiene un sueño y ese sueño soy yo! ¡Cuando él se despierte, yo no existiré más!». 
Nos hubiera gustado que Jung, en lugar de huir despertándose, se entregara al Dios interior con un «Te escucho, ¿qué quieres decirme?». En realidad, al buscador lo persigue aquello que busca. Pero ¿cómo lograr el fundamental encuentro? 
¡Aprendiendo a escuchar! 

Un sacerdote que oficia en una iglesia próxima a un arroyo comienza a rezar: «Padre nuestro que estás en los cielos...», pero lo interrumpe el estridente croar de una rana. Furioso, el cura abre la ventana y grita: «¡Cállate!». La rana obedece. Regresa, se arrodilla y recomienza su plegaria. «Padre nuestro que estás en los cielos...» Esta vez lo interrumpe una voz interior. «¿Quién te dice que tu rezo es más agradable a Dios que el de la rana? ¿Por qué te crees el preferido?» Turbado, vuelve a la ventana, la abre y grita: «¡Croad, cantad, cacaread, maullad, silbad, ofreced el escándalo que queráis!». Todos los animales se ponen a hacer ruido, y también las plantas, el arroyo, las rocas, el viento y las nubes que se deslizan por el cielo. El sacerdote se da cuenta de que todo está rezando junto a él y por primera vez comprende por qué recita «Padre nuestro...» y no «Padre mío...». 

Nunca oramos solos. Por ser infinito el universo, somos todos centro de él. Vivimos en compañía. No hay destinos superiores. Ni siquiera en un claustro estamos aislados del mundo. Los otros son importantes. La sociedad es importante. El planeta es importante. Los seres vivientes son importantes. La energía oscura que sostiene el universo es importante. Todo está rezando junto con nosotros el Padre-Madre nuestro. 

Si aceptamos que actuamos con los demás, nuestra fuerza vital se multiplica y sobrepasamos arcaicos límites. Ya no decimos «ésta es mi obra» sino «ésta es nuestra obra». Vamos todos en el mismo barco, y este barco se llama «Instante». Compartimos el mismo Espacio, el mismo Tiempo y la misma Consciencia. 

Perdido en un camino rural, un automovilista pregunta a un campesino: 
-¿Adónde lleva esta carretera? 
-Bueno -responde el campesino-, por un lado lleva a mi granja y, por el otro, sigue toda recta. 

Ejemplo perfecto de lo que es una visión del mundo limitada. ¡A este granjero lo único que le preocupa es su mundo! La carretera podría representar nuestro desarrollo hacia la Consciencia. Tratamos de alcanzarla, pero nos hemos extraviado. Le preguntamos a un gurú: «¿Adónde lleva este camino?». Y él nos responde: «Por un lado, lleva hacia mí y, por el otro, no lleva a ninguna parte». Este maestro nunca se ha preguntado «¿Cuál es la meta donde yo no soy?». Ni siquiera ha puesto un pie en el verdadero camino. Sino que, por el contrario, se ha construido uno muy corto que no lleva más que a él. 

Y ¿cuántas veces nosotros hacemos otro tanto? Pensamos que, como hemos vivido una cómoda rutina, conocemos el camino. Existen personas que no comparten sus conocimientos con nadie, creyendo que lo que mantienen en secreto les da poder. No se dan cuenta de que su trabajo debe aprovechar a todos, pues el camino es común. Si no avanzamos juntos, ¿adónde vamos? 

En el evangelio, cuando el ángel se aparece a la Virgen, lo primero que le dice es: «No temas». Y en ese mismo instante, ella comprende que ha vivido sumergida en el miedo... Los animales viven en el miedo, pues han de estar siempre en estado de alerta si no quieren correr el riesgo de ser devorados... No somos verdaderamente humanos hasta que no aprendemos a vivir sin miedo. Cuando dejamos surgir el ángel en nosotros, el Dios interior (es decir, el practicante de yoga del sueño de jung), nos dice: «No temas morir, no temas vivir, no temas enfermar, no temas envejecer, no temas ser pobre, no temas enloquecer. Cuando no tienes miedo eres lo que eres y permites que el misterio te insemine. Si me escuchas, como hizo la Virgen, tus oídos se convertirán en vaginas. La vagina es un conducto membranoso que, a través del placer, recibe. Si no hay placer, no hay recepción; es decir, no hay una escucha verdadera».

Si durante nuestra infancia tuvimos padres tóxicos, con sus gritos y palabras agresivas nos hirieron los oídos. Cada vez que escuchamos, sufrimos. Por eso tememos las palabras ajenas. Vivimos en una sordera psicológica defensiva. 

Si fue nuestro padre quien nos hirió, no podemos escuchar ninguna verdad de labios de un hombre. Si fue nuestra madre, las palabras femeninas quedarán disueltas en el aire del olvido. 
Si cada vez que nos hablan las palabras no vienen del Dios interior, no escucharemos bien. Si vienen de Él, aunque sean insultos, las oiremos como palabras de aliento. Debemos cicatrizar nuestras heridas y escuchar con amor. Digan lo que nos digan, aunque sea con rabia, con ferocidad o con maldad, viene con esas palabras una caricia divina. 

Mientras pasea, un monje ve un hombre golpeando a otro. Se detiene y le grita: 
-¡Basta, no lo golpees más! 
El agresor se precipita entonces hacia él y lo vapulea de tal manera que lo envía al hospital. Un amigo que va a visitarlo para llevarle algo de comer, le pregunta: 
-Pero ¿quién te ha hecho esto? 
El monje responde: 
-El que me ha hecho esto es el mismo que ahora me está dando una maravillosa sopa. 

La mente es como un recipiente del que manan ideas con tendencia a crear sistemas sólidos que terminan convirtiéndose en estructuras estancadas. Al mantenerse dentro de sus límites, se toman tóxicas. Todo lo que hemos aprendido y que permanece en nosotros y que repetimos sin desarrollado, se hace venenoso. 

Mulá Nasrudín avanza montado en su asno. De pronto, el animal decide detenerse. Nasrudín lo empuja, tira de él, le da con una fusta; nada que hacer: el asno, terco, no se mueve. Un viejo que pasa por allí le dice: 
-¡Métele un pimiento en el culo! 
Nasrudín así lo hace, y el asno se lanza a correr como un loco. Su amo, a su vez, corre detrás de él. Viendo que no puede alcanzarlo, también se mete un pimiento en el culo. De inmediato se pone a correr con tal velocidad que sobrepasa al burro y llega a su casa gritando a su mujer: 
-¡Detenme! ¡Detenmel 
-No puedo -le responde ella-, vas muy rápido. Él le responde: 
-¡Métete un pimiento en el culo! 

Hay ideas enfermas, prejuicios, que de mente a mente invaden el mundo. De un día para otro todos los ciudadanos tienen un pimiento en el culo que los hace correr hacia ninguna parte... Las ideas necesitan ser dúctiles y maleables, como nubes, adaptándose a cada nueva situación. Cuando hablamos con una persona y su espíritu no transcurre libre como el nuestro, debemos adaptamos a sus límites, no luchando contra ella sino más bien danzando con sus rígidas estructuras. Para poder escuchar hay que acallar los sistemas que se aferran a nuestro intelecto y, con una mente abierta, sin contradecir, detener la crítica, la discusión. 

Cuando calmamos las emociones, no juzgamos al otro como simpático o antipático, no entramos en conflicto con él (si así hiciéramos, en lugar de oírlo a él escucharíamos a nuestro niño herido, nuestro sufrimiento, nuestra orfandad de caricias) y tampoco obedecemos a los deseos introducidos por ciertas empresas que hacen uso del erotismo para aumentar sus ventas. Dejamos que la energía sexual abandone las ansias de obtener goce y que se repliegue hacia nosotros mismos convertida en energía sanadora, de modo que cada palabra enferma que penetre en nuestros canales auditivos, sea sanada por ella. Dejamos de pensar qué provecho podemos obtener o cuánto vamos a ganar: si así fuera no escucharíamos a la persona sino a nuestros intereses. 

«No tengo nada que perder cuando te escucho, sólo debo recibirte, digerir tus palabras y luego ver cuál es la enseñanza que tu sistema me aporta, aun cuando sea diferente de lo que yo creo. Te acojo con tus imperfecciones, te dejo entrar en mí, mis oídos se convierten en órganos de creación, como un horno alquímico. Todo cuanto me dices es una semilla que se hunde en mi mente, magma puro donde crece el loto que oculta un diamante en su corola.» 



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Consejos de Alejandro Jodorowsky, en Cabaret Místico” 
Imagen: Album Art Back by Ray Jones 

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