miércoles, 14 de octubre de 2015

No Hay Maestro Pequeño

Una vez, una madre primeriza le preguntó a Alejandro Jodorowsky cómo debía educar a su hijo, a lo que el artista chileno le respondió sin vacilar: “Deja que él te eduque a ti”. Esta anécdota, más allá del inteligente juego de significados, encierra una gran verdad que en muchas ocasiones se pasa por alto. Y es que los niños tienen mucho que enseñar y los adultos tenemos mucho que aprender. Carlos Goñi y Pilar Guembe, en su libro Aprender de los hijos, lo resumen de forma brillante al asegurar que “cada hijo nos trae el mismo mensaje: a partir de ahora, todo va a ser al revés: aprende el que enseña, recibe el que da, queda lleno el que se vacía. El poeta inglés George Herbert decía que un padre vale por cien maestros; nosotros pensamos que la frase también se puede aplicar a los hijos”.

Sí, se puede aprender de los hijos, pero también de los niños en general. Incluso podemos reaprender del niño que sigue estando dentro de nosotros. Decía Novalis, el gran poeta del romanticismo alemán, que “ahí donde está la infancia se encuentra la edad de oro”. Una edad de oro en la que crecemos, nos desarrollamos y aprendemos con naturalidad, sin ningún esfuerzo. Lo que ocurre es que llega un momento en el que olvidamos aquellos valores y actitudes que teníamos incorporados y que nos hacían descubrir el mundo de una forma apasionada y apasionante. Existe un momento en nuestra vida en el que toda actitud infantil es rechazada con frases del tipo “no seas niño” o “parece mentira, es peor el padre que el hijo” y cosas por el estilo que seguro que suenan familiares. Así, poco a poco, estas sanciones verbales van calando en el interior y hacemos eso que solo deberían hacer las frutas, es decir, madurar. Si nos apartamos de nuestra infancia, también lo hacemos de las grandes posibilidades de instruirse, desarrollarse y crecer. Son muchas y muy variadas las grandes lecciones que se pueden aprender observando a estos pequeños maestros. A continuación, 10 de ellas, aunque, como suele pasar con el aprendizaje, sea del tipo que sea, lo mejor es que cada uno observe y saque sus propias conclusiones.

1. Ahora es lo que cuenta. Los niños viven el momento con total intensidad, sin reservarse nada para después. Ponen toda su energía, empeño y corazón en lo que están haciendo ahora. Cuando están corriendo, cuando están construyendo una torre de piezas de madera, cuando se bañan en la playa... son capaces de estar inmersos en el presente. Ese es su tiempo y ahí es donde viven, sin dejarse agobiar por pensamientos del pasado ni preocupaciones del futuro que es posible que jamás lleguen.

2. Preguntar aquello que no se sabe. Sentenciaba Confucio que la verdadera sabiduría está en “saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe”. Sin duda, en la infancia, conscientes de todo aquello que se ignora, no paramos de preguntar y preguntar. No nos da vergüenza admitir que no sabemos esto o aquello con tal de obtener respuestas, y una vez conseguidas aparecen los “por qué” tan temidos por los padres, porque es muy posible acabar en un callejón sin salida o en cuestiones metafísicas. Pero es siendo capaces de preguntarse el porqué de todo como se crece y se sigue adelante.

3. Asombrarse de lo que nos rodea. Si no se ejercita, la capacidad de asombro disminuye con el paso del tiempo. Y con ella, la creatividad. Pero se puede practicar, podemos obligarnos a que las cosas nos sorprendan. Decía Proust que “la verdadera felicidad no consiste en encontrar nuevas tierras, sino en ver con otros ojos”. Esos nuevos ojos son los mismos que tuvimos cuando éramos pequeños. Porque si mirásemos el mundo con los ojos de un niño, sería un lugar absolutamente maravilloso y mágico. No habría espacio para las rutinas, ni el aburrimiento, ni la desidia.

4. Caerse es parte del aprendizaje. Observando lo que ocurre en un parque cualquiera se puede ver con qué naturalidad los niños y niñas que allí juegan se caen y se levantan y se vuelven a caer como si no hubiera pasado nada. Tejanos rasgados, vestidos manchados, alguna pequeña heridilla que requiere de un poco de agua y ya está. El juego continúa. Ellos se caen sabiendo que se van a levantar y que se van a volver a caer. Si de mayor es tan difícil aprender a ir en bicicleta no es por una cuestión de habilidad o equilibrio, es por el miedo que da caer. Y quien dice bicicleta dice cualquier desafío que requiera de superar los miedos propios.

5. Y mancharse también. La suciedad asusta. Queremos vivir, pero salir impolutos del intento. Tocamos la comida con cubiertos, nos sacudimos enseguida la arena o la nieve en el abrigo. Los adultos crean un mundo aséptico que huele a consulta de médico y que los alergólogos alertan de que es pernicioso para el desarrollo del sistema inmunitario. Pero además esta cruzada en contra de la suciedad hace tomar distancia del mundo, pero cuando este se vive con total intensidad salpica. Experimentar ensucia. Explorar ensucia. Construir ensucia. Es parte del aprendizaje.

6. Liberados de la obsesión por lo nuevo. Ver una película y volver a verla una y otra vez. Querer escuchar ese cuento que ya ha sido contado en cientos de ocasiones. Repetir la misma camiseta porque es su favorita. Los niños reinciden. No están sujetos por la espiral de la novedad constante. Por esa ansia que produce el incesante bombardeo publicitario que dice que lo nuevo es mejor. Son inmunes, aún, a ello.

7. Seguir el propio instinto. Los más pequeños actúan y deciden por instinto. Por instinto se acercan y confían. Por instinto crecen y se desarrollan. Esta conducta en muchas ocasiones es la que da las respuestas correctas. Pero luego aparece el cálculo de posibilidades. El qué pasaría si... La duda constante y, en definitiva, la parálisis por análisis. Debemos reaprender a seguir nuestro instinto.

8. Orgullo de los logros propios. “¡Mira, mamá, lo que sé hacer!”. Seguro que esta frase nos suena. Y es que estos grandes maestros no esconden sus progresos. Saben felicitarse cuando tienen que hacerlo, estar alegres por las cosas que aprenden, y son capaces de celebrar sus éxitos y compartirlos con sus seres queridos. Una actitud de entusiasmo por la superación que les lleva a querer conquistar nuevas cimas y afrontar nuevos desafíos. ¿Cuánto hace que no nos felicitamos a nosotros mismos? ¿Cuánto que no somos capaces de compartir un logro personal?

9. Si río, río. Si lloro, lloro. Saber expresar los sentimientos y no tener miedo o reparo en ello es una gran lección de inteligencia emocional. Los niños son capaces de llorar en público, de reír a carcajadas, de entregarse a sus emociones. Y no esperan a que les adivinemos los sentimientos. No. Si requieren de un abrazo, de un beso de buenas noches, de un consuelo... lo piden, y así la vida es mucho más sencilla. También son capaces de admitir el miedo o que algo les asusta, y de esta manera, con ayuda, es mucho más sencillo afrontarlos y superarlos.

10. ¿Amigos? Hacer amigos es una cuestión de confianza, aceptación, generosidad, espontaneidad... Cuando se es pequeño cuesta muy poco hacer amigos, compartir, jugar, divertirse, explorar juntos. Es una actitud alegre y despreocupada que hace que el mundo sea un lugar menos solitario. ¡Con lo poco que nos cuesta pedir amistad en Facebook y lo duro que se hace decir “¿amigos?” en la vida real! A ellos no.

11. Yo creo. Los niños creen. En los Reyes Magos, en las hadas y en cualquier tipo de magia, incluso la propia. ¿Nos suena cuando vienen y tratan de convencernos de que este objeto o este otro tiene propiedades mágicas? Claro, es posible que piensen que eso les hace vulnerables, ingenuos tal vez. Pero ya nos advertía Roald Dahl, el famoso escritor de libros infantiles: “El que no cree en la magia nunca la encontrará”. Sea como sea, la verdadera cuestión es mantenerse despierto a lo desconocido, a las posibilidades, al misterio, a lo que no entendemos. Por ejemplo, abrirnos a la magia de volver a ser niños.

Pequeña lección histórica

Cuando Donato d’Angelo Bramante hubo terminado por fin los planos de la basílica de San Pedro, envió a su hijo de siete años para que se los entregara al papa Julio II. El Papa, satisfecho por el trabajo, puso ante el niño una caja llena de monedas de oro y dijo: “Mete la mano y toma todas las monedas que puedas”. “Creo que será mejor que usted tome las que pueda y se las dé a mi padre”, contestó el niño. “¿Por qué no crees que eres capaz de hacer esto?”. “Sí que me creo capaz, pero usted tiene las manos más grandes”.

Fuente: El País 
Ilustración: Anna Parini

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