domingo, 11 de octubre de 2015

La Infancia Es Un Recuerdo Adulto. Un Fragmento De “La Danza De La Realidad” De Alejandro Jodorowsky


Como si fuese un juego de ilusiones, el director chileno recrea un mundo de sueños. Entre amenazas y adultos reprimidos, es la voz del niño la que logra descubrirse. Y con ella, el mundo sin igual de este cineasta, mago y tarotista. Porque sólo él es capaz de delimitar un capítulo fascinante dentro del mundo artístico y/o mágico, con vasos comunicantes que despliegan hacia más. La danza de la realidad, por eso, es su historia de vida, su concepción del arte. (Leandro Arteaga)

Aquí un fragmento de su obra literaria:

Yo tenía 6 años cuando dos payasos, uno vestido de verde con nariz y peluca del mismo color, el toni Lechuga, y el otro completamente naranja, el toni Zanahoria, me pusieron en los brazos el leoncito que hacía pocos días pariera la leona.
Acariciar a un león, pequeño pero más fuerte y más pesado que un gato, de patas anchas, hocico grande, pelaje suave y ojos de una inconmensurable inocencia, fue un placer supremo. Puse al animalillo en la pista cubierta de aserrín y jugué con él. Simplemente me convertí en otro cachorro de león. Absorbí su esencia animal, su energía. Luego, con las piernas cruzadas me senté en el borde de la pista y el leoncillo dejó de correr de un lado para otro y vino a apoyar su cabeza en mis rodillas. Me pareció quedarme así una eternidad. Cuando me lo quitaron estallé en un llanto desconsolado. Ni los payasos, ni los otros artistas ni mi padre pudieron acallarme. Malhumorado, Jaime me llevó de mano hacia la tienda. Mis lamentos continuaron durante un par de horas por lo menos.

Después, ya calmado, sentí que mis puños tenían la fuerza de las anchas patas del cachorro. Bajé a la playa, que estaba a doscientos metros de nuestra calle central y ahí, sintiéndome con el poder del rey de los animales, desafié al océano. Sus olas que venían a lamer mis pies eran pequeñas. Comencé a lanzarle piedras para que se enojara.
Al cabo de diez minutos de apedreo las olas comenzaron a aumentar de volumen. Creí haber enfurecido al monstruo azul. Seguí lanzándole guijarros con la mayor fuerza posible.
Las oleadas se pusieron violentas, cada vez más grandes. Una mano áspera detuvo mi brazo. «¡ Basta, niño imprudente!» Era una mendiga que vivía junto a un vertedero de basuras. La llamaban Reina de Copas -como el naipe de la baraja española- porque siempre, llevando en la cabeza una corona de latón oxidado, se tambaleaba de borracha. «¡Una pequeña llama incendia un bosque, una sola pedrada puede matar a todos los peces!»

Me desprendí de su garra y desde mi encumbrado trono imaginario le grité con desprecio: «¡Suéltame, vieja hedionda! ¡No te metas conmigo o te apedreo también!» Retrocedió asustada. Iba yo a recomenzar mis ataques cuando la Reina de Copas, lanzando un chillido gatuno, indicó hacia el mar. ¡Una mancha plateada enorme, se acercaba a la playa... y, sobre ella, siguiéndola, una espesa nube oscura! De ninguna manera pretendo afirmar que mi infantil acto fuera el causante de lo que sucedió, sin embargo es extraño que todos aquellos acontecimientos se produjeran al mismo tiempo, constituyéndose en una lección que nunca jamás se borraría de mi mente. Por una misteriosa razón, millares de sardinas vinieron a vararse en la playa. Las olas las arrojaban moribundas sobre la arena oscura, que poco a poco se cubrió del plateado de sus escamas. Brillo que pronto desapareció porque el cielo, cubierto por voraces gaviotas se tornó negro. La mendiga ebria, huyendo hacia su cueva, me gritó: «¡Niño asesino: por martirizar al océano mataste a todas las sardinas!».

Sentí que cada pez, en los dolorosos estertores de su agonía, me miraba acusador. Me llené los brazos de sardinas y las arrojé hacia las aguas. El océano me respondió vomitando otro ejército moribundo. Volví a recoger peces. Las gaviotas con graznidos ensordecedores, me los arrebataron. Caí sentado en la arena. El mundo me ofrecía dos opciones: o sufría por la angustia de las sardinas, o me alegraba por la euforia de las gaviotas. La balanza se inclinó hacia la alegría cuando vi llegar a una multitud de pobres hombres, mujeres, niños, que con frenético entusiasmo, espantando a los pájaros recogieron hasta el último cadáver. La balanza se inclinó hacia la tristeza cuando vi a las gaviotas privadas de su banquete, picotear decepcionadas en la arena una que otra escama. En forma ingenua me di cuenta de que en esa realidad -en la que yo, Pinocho, me sentía extranjero- todo estaba comunicado con todo por una espesa trama de sufrimiento y placer. No habían causas pequeñas, cualquier acto producía efectos que se extendían hasta los confines del espacio y del tiempo.

Fragmento del libro “La Danza de la Realidad” de Alejandro Jodorowsky

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