miércoles, 17 de diciembre de 2014

El Amor Y El Terror

Se confirma en la versión de Alejandro Jodorowsky la relación de Pachita con Los Pinos (que le costaría a Grinberg salir del grupo de Pachita al término de su libro, pues Margarita López Portillo le solicitó que no dijera que allí había conocido a la chamana): “Habiendo oído hablar tanto de ella, la esposa del Presidente de la República (José López Portillo) la invitó a una recepción nocturna en el patio del Palacio de Gobierno. Allí había numerosas jaulas con diversas variedades de pájaros. Cuando llegó Pachita, aquellos cientos de avecillas despertaron y se pusieron a trinar como si saludaran al alba”. Esta situación entre la curandera y los pájaros también es registrada por Grinberg.
Al narrar su encuentro con Pachita, Jodorowsky describe cómo es introducido a una habitación en penumbra. Yacen en el suelo varios cuerpos envueltos en sábanas ensangrentadas. Cómodamente sentada en un sillón estaba la vieja bruja, limpiándose la sangre de las manos. Era pequeña, gorda, con una larga frente abombada y un ojo más bajo que el otro, como caído, velado por una membrana blanca. Ella acepta al visitante cariñosamente, él le pide ver sus manos. Se sorprende. La palma de aquella mano tenía la suavidad y la pureza de una virgen de quince años. Y luego sigue un evento de materialización. Entre la base de sus dedos medio y anular brilló un objeto metálico, muy pequeño. Era un triángulo dentro del cual había un ojo (el símbolo que Jodorowsky utilizaría en la película El Topo). Él le pide lo deje observar sus operaciones y ella lo cita para una sesión posterior. Cuando llega, unos días después, Pachita le hace leer un poema. De pronto, la que parecía una anciana cansada, lanza un grito estentóreo, alza el brazo derecho y se pone a hablar con voz de hombre: ¡Hermanos queridos, doy gracias al Padre por permitirme estar de nuevo con ustedes! ¡Traedme al primer enfermo! Jodorowsky es testigo de cosas increíbles. Ver a esa mujer, poseída, esgrimir su gran cuchillo y hundirlo en la carne de los pacientes, haciendo surgir chorros de sangre, era alucinante. En el quirófano había sólo un catre estrecho provisto de un colchón forrado con plástico. El paciente debía traer una sábana, un litro de alcohol, un paquete de algodón y seis rollos de vendas. Cubriendo el lecho con su sábana el enfermo se acostaba. Un ayudante, de manera ceremoniosa, le pasaba un largo cuchillo de monte a la curandera. La empuñadura estaba recubierta y forrada con una cinta negra de aislar y la hoja sin filo tenía grabado un indio con penacho. Jodorowsky narra una operación de vejiga: la vieja auscultó el interior del vientre, levantó la mano, hizo un gesto y aparecieron unas tijeras. Cortó algo que produjo una insoportable hediondez. Luego sacó una nauseabunda masa carnal que Enrique (su hijo) envolvió en papel negro. Después extrajo de un frasco la nueva vejiga. La colocó junto a la herida y fue absorbida, sin que nadie la empujara, hacia el interior del cuerpo. Colocó los algodones embebidos en alcohol sobre el tajo. Los presionó un momento, limpió la sangre y la herida, sin dejar cicatriz, desapareció.
Jodorowsky no sólo es testigo y ayudante en estas extraordinarias prácticas, sino también sujeto de una intervención.
En una ocasión Jodorowsky iba acompañado de una bella mujer en un restaurant de la avenida Insurgentes, cuando se le acercó un hombre que dijo llamarse Carlos Castaneda, ser su admirador y desear gustoso hablar con él. Este encuentro lo refiere Jodorowsky en el mismo libro en el que escribe sobre Pachita (La danza de la realidad) y en algunas entrevistas. Es un relato delicioso por tratarse de quienes se trata. El hecho es que se citan en el hotel de Castaneda y se encuentran conversando sobre la posibilidad de una colaboración para filmar una película con brujos reales, cuando repentinamente Castaneda es atacado por un dolor de estómago y una diarrea fulminante. Se despiden apresuradamente. A partir de ese día, Jodorowsky sufre un intenso dolor en el hígado. Como ya operaba con Pachita, le declara su dolencia. Al frotarle el vientre con un huevo, como lo hacía con sus pacientes, la santa le informa: “Niño querido del alma, aquí tienes un tumor. Te voy a operar para arrancártelo de cuajo”. Lo ve palidecer y riendo, le dice lo mismo que dijera alguna vez a Grinberg: “Llevo más de setenta años operando, miles de personas han sido abiertas por el cuchillo del Hermano. Si hubiera ocurrido un percance a alguno de los pacientes, hace tiempo que estaría en la cárcel”.
Con una irresistible curiosidad, Jodorowsky decide entregarse a la experiencia para saber qué se siente operarse en tan raras circunstancias. Se quita la camisa. Un par de tijeras aparece en la mano de la curandera “Hizo un rollo con mi piel y dio un corte. Oí el ruido de las dos hojas de acero. Comenzó el horror. Aquello no era teatro. ¡Sentí el dolor que siente una persona a la que le cortan la carne con unas tijeras! Corría la sangre y pensé que me moría. Después, me dio una cuchillada en el vientre y tuve la sensación de que lo abría dejando mis tripas al aire. ¡Espantoso! Nunca me había sentido tan mal. Durante unos minutos que me parecieron eternos, sufrí atrozmente y me quedé blanco. Pachita me hizo una transfusión. A medida que escupía su extraño líquido rojo por el tubo de plástico que me había embutido en la muñeca, sentí poco a poco que me invadía un agradable calor. Después levantó mi hígado sangrante y comenzó a tirar de una excrescencia que tenía. ‘Vamos a arrancarlo de raíz’, afirmó el Hermano. Y yo padecí, aparte del olor a sangre y de la horrorosa visión de la víscera granate, el dolor más grande que había sentido en mi vida. Chillé sin pudor. Dio el último tirón. Me mostró un pedazo de materia que parecía moverse como un sapo, la hizo envolver en papel negro, me colocó el hígado en su sitio, me pasó las manos por el vientre cerrando la herida y al momento desapareció el dolor. Me vendaron, me envolvieron en la sábana, me llevaron al salón y me acostaron entre los otros operados. Allí me quedé inmóvil media hora, feliz de estar vivo. Pachita, limpiándose la sangre, se arrodilló junto a mí, me tomó las manos y me preguntó cómo me llamaba. Luego, me estrechó entre sus brazos y me entregué a ellos con sed de madre. Cuanto más pedí, más me dio. Quise un infinito cariño, obtuve un infinito cariño. Sí, Pachita conocía el alma humana y sabía utilizar muy bien una terapia que mezclaba el amor y el terror”.

Al morir Pachita el “don” pasó a su hijo Enrique, que viajó a Francia a operar y allá lo encontró otra vez Jodorowsky, llevando a su hija como paciente. Entonces, constata que las operaciones han disminuido en crueldad. Se lo hace notar a un ayudante y éste le responde que de encarnación en encarnación el Hermano iba progresando y que últimamente había aprendido a no hacer sufrir a los pacientes.


Fuente: Ciclo Literario
Imagen: Alejandro Jodorowsky operando

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