Santo y seña: amarás a tu prójimo como a ti mismo, aunque sea un poco, aunque tan sólo trates...
Lo bueno era el sudor helado en nuestras sienes; ciertos escalofríos que recorrían la noche de la infancia como una corriente eléctrica conectada a lo sensorial, a lo más íntimo que teníamos debajo del saco, porque si no había sudor, no había magia, y el misterio era absolutamente necesario en la fecha, en el recuento de las mejores y las peores que habíamos cometido en la inocencia o en la inconsciencia, o, a lo mejor, en toda la terrible conciencia que posee un niño en sus reservas. Y lo bueno era tener miedo, y no pura alegría la noche del 24, y esperar temblando, porque el miedo era parte del encantamiento; entonces lo bueno era el destello en los ojos que buscaban estrellas, y estar lúcidos para el descubrimiento, porque el Viejo Pascuero atravesaba la noche y había que verlo aunque fuera a través de los vidrios, y saber al fin por qué nos habían lavado la cara, y la peinada con jugo de limón, y dos pellizcos para que estuviéramos tranquilos; y cincuenta recomendaciones de buenos modales y un Padrenuestro por el pan nuestro de cada día, que ese día era con chocolates y fruta confitada, y así, toda una ceremonia que comprometía la conducta particular -por lo menos- durante las horas de la víspera. Y era víspera -el estado del alma- en que la taquicardia asumía un lugar de primera línea y las urgencias se transformaban en sonrojos y pipí a destiempo y puntadas aturdidoras; toda esa soberana víspera consiguió pasar la barrera de los años cumplidos, de tu madurez, de la mía, de la indiferencia de otro, y consiguió tener su hora en la historia particular y en la historia general, y a eso no hay vuelta que darle, porque a alguna historia tienes que pertenecer siendo hijo de hombre, de alguna forma nos va a tocar el clima de Navidad aunque no sea, precisamente, con villancicos y campanitas y todas las santas cosas que traen las tarjetas impresas, aunque la infancia esté lejana y se haya quedado colgada en un guardapolvo de la escuela, aunque seas mayor de edad y tengas hijos y nietos, o tú, en soledad; aunque el mundo se transforme con evoluciones y viajes al espacio y computadoras, y ocurra la muerte y ocurra la vida, y llueva o truene; la Navidad va a llegar, está llegando para tu bien y el mío, para la compostura y para la esperanza, porque al fin y al cabo, somos hijos todos. Y lo bueno es que cada hijo tenga su parte de noche de paz y de noche de amor. Porque el amor -se ha dicho tanto- debe preocuparnos desde la largada, y en eso estriba todo. Para qué insistir más. Para que si en ti y en mi hay un niño, no hay que olvidarlo, es importante, es principal el niño, sobre todo a esta hora cuando mucha infancia anda en las calles duras buscando un pecho, una mirada para quedarse, y a lo mejor la ternura depende de tus ojos, y el chocolate depende de tus manos, y muchas cosas que no son el arbolito, dependen de la postura del corazón, hay que reconocerlo; porque la indiferencia mata y la soledad no pregunta; y no es necesario escribir un cuento de Navidad para traer a terreno el sentimiento, porque la piel hay que tenerla delgada siempre, afinada, como quien dice. Y no porque ahora vaya a ser 24 o 25 de diciembre y el nacimiento de Jesucristo nos toque donde mejor se pueda, y veamos pinos con luces, y nos pertrechemos con rosca de reyes; no por eso, solamente, fijemos una noche de paz o una de amor para el techo familiar: pequeño círculo cerrado, porque la nochebuena comprende el hemisferio, este canto debe ser como la noche (comprenderlo todo) con la realidad y una composición de lugar estrictamente verdadera. Y que el canto no se nos vaya al infinito, ni a explorar estrellas desconocidas, ni se transforme en puro villancico, en tarjeta de felicidad; porque la luz debe estar en nosotros, compartida a ras de tierra, porque el canto deber ser la paz de ahora, la noche y el día del amor para los que vienen detrás de nosotros.
Waldemar Verdugo Fuentes
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