jueves, 13 de noviembre de 2014

La Felicidad De Envejecer (Sexta Parte)


El Yo personal -que desea unir sus cuatro egos para, dejándose guiar por el Yo superior, avanzar hacia su realización- debe enfrentarse a cuatro ideales, cada uno correspondiente a un diferente centro... Antes que nada, en su juventud, cuando su energía física está en el nivel máximo, tiene la tentación de ser un campeón. ¡El mejor de todos! ¡Competir, ganar, sobrepasar límites materiales, batir récords, triunfar! Aunque lo consiga, con el paso del tiempo perderá fuerzas, y si se aferra por narcisismo a su gloria, hará de su cuerpo una angustiante prisión. No faltará un joven que le arrebate el cetro... Si no llega a ser campeón e insiste en llamarse «un frustrado», perderá la facultad de amarse y, por eso mismo, de amar a los otros y al mundo. Será un sembrador de amargura... La solución es pasar al nivel siguiente: convertirse en héroe. ¡Entregar la vida a una causa, a un ideal no sólo personal sino también colectivo; sacrificarse por el bien común; imponer, aun a riesgo de ser asesinado, ideas que parecen justas; sentir el miedo natural que todo ser viviente siente ante el peligro, pero nunca ceder a la cobardía! El héroe, por orgullo personal, arriesga convertirse en un guerrero sanguinario o bien transformarse en mártir de una causa fanática. Si lo vence el temor, vivirá avergonzado, despreciándose a sí mismo, insatisfecho con todo, negativo hasta la autodestrucción... No le quedará otra vía que desarrollar la mente, convertirse en genio. ¡Sobrepasar los prejuicios sociales, vivir adelantado a su tiempo, innovar en arte, ciencia, economía, política; inventar nuevas técnicas, descubrir otras formas de pensar! Si lo logra y es aceptado por la sociedad puede, por vanidad, quedar prisionero de su autovaloración, aceptando con indulgencia ciega el menor de sus propios caprichos, permitiéndose, en algunas ocasiones, la crueldad y hasta el crimen. Si la sociedad no lo acepta, quizá pierda la razón, se amargue, se envicie, se suicide. Si no es capaz de desarrollar su talento, puede pasarse la vida simulando ser un genio, como un travestido imita ser una mujer; o por envidia, sumido en una dolorosa mediocridad, transformar el asco hacia sí mismo en celos por cualquiera que se destaque, tratándolo de loco, degenerado, pernicioso, diabólico. Si por falta de carácter acepta ser un mediocre, se convertirá en un coleccionista infantil, sintiéndose creativo sólo porque admira con fanatismo. Si logra no caer en estas trampas, sobrepasando las tentaciones de poder, las decepciones, los obstáculos, puede con paciencia y perseverancia llegar al más alto nivel espiritual, convirtiéndose en santo. Esta cualidad es otorgada por el tiempo a quienes, gracias a una vida honesta y sana, la merecen. Todo anciano realizado es un santo. 
Si para el hombre este camino es largo y difícil, para la mujer -en nuestra sociedad masculina- la tarea se hace inmensa. Si las cuatro cimas de la realización viril son el campeón (centro material), el héroe (centro libidinal), el genio (centro intelectual) y el santo (centro emocional), a las mujeres -con el beneplácito de las religiones- se las reduce a cuatro limitados roles: virgen (centro material), puta (centro libidinal), tonta (centro intelectual) y madre (centro emocional); es decir, señorita frustrada, pecadora despreciable, belleza hueca y esclava doméstica. Se cuenta que el primer Buda dijo a una monja «Espero que después de morir renazcas en un hombre, para que te puedas iluminar», y San Pablo escribió «Porque el varón... es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón» (1 Corintios n, 7). En los cuentos iniciáticos -producidos casi siempre por grupos religiosos masculinos- los maestros son viejos, pero no viejas. A la mujer de edad, nuestra sociedad no le concede la posibilidad de la sabiduría y la muestra siempre como si fuese fea, bruja, madre sacrificada o adefesio lujurioso, en fin, como un monstruo. La mujer puede y debe -aceptando la vejez como un don sagrado- recorrer el camino que lleva a la hermosa santidad. 
Al hablar de santidad civil (no religiosa), estamos estableciendo una diferencia esencial, pues los santos religiosos pertenecen siempre a una comunidad específica: los seguidores del Nuevo Testamento son santos cristianos; los del Corán, santos islámicos; los de la Torá, justos, o sea santos hebreos; y los sutras y escritos semejantes producen santos budistas. Estos libros establecen preceptos que deben ser respetados. Los católicos deben cumplir 10 mandamientos. Los judíos, 613 mitzvot que indican lo que hay hacer y lo que no a lo largo del día. Nunca veremos a la Iglesia católica declarando «santo» a alguien que diga «El Cristo no es Dios, sino su profeta». Sin embargo esto no es así en el islam, donde un santo puede y debe declarar que el Cristo es sólo un profeta, de ninguna manera un dios. Así como los católicos no aceptarían un santo musulmán, los musulmanes tampoco un santo católico. Sería considerado un «infiel». 
Nos han acostumbrado a que llamemos «santo» sólo a quien viva en el seno de una religión. Pero existen enormes diferencias dependiendo de que los santos sean católicos, sufíes, judíos, budistas o taoístas. Cada vez que se habla de «santidad», ésta se ve ligada a una institución o a una tradición que impone una moral determinada. Los mahometanos y los mormones se pueden casar con varias mujeres a la vez, cosa que un santo cristiano o judío no puede aceptar. Nadie se escandaliza por que un rabino se case y tenga hijos, sin embargo un monje católico ha de ser obligatoriamente casto. En resumen, la santidad es diferente según la tradición que la inspire. Si favorecemos una en desmedro de las otras, podríamos consideramos intolerantes, racistas. El santo que permanece obtusamente encerrado en una religión, considerando «hereje» a quien profesa otra creencia, solamente es un «fanático». 
¿Existe una santidad civil, libre, fuera de templos, libros sagrados, mandamientos caprichosos, prejuicios morales, prohibiciones y obligaciones doctrinarias? Para responder, antes tenemos que preguntamos si producir milagros es una característica de la santidad. Según las leyendas, el Demonio es un maestro en el arte de romper las leyes universales y, tanto como Dios, puede seducirnos haciendo milagros. Un individuo diabólico es capaz de hipnotizamos, embrujarnos, provocar catástrofes en nuestras vidas... ¡La característica esencial del santo no es hacer milagros!

¿Tiene que ver la santidad con las prohibiciones sexuales? ¿El hecho de que una mujer envejezca con su himen intacto o de que un hombre prefiera la abstinencia al coito, es prueba de virtud? ¿Es santidad convertirse en mártir, entregarse a la autoflagelación, vivir como un masoquista? ¿Es santidad hacer el bien por miedo al infierno o para intentar obtener un premio en el cielo? ¡Nada de eso!

Continuará...

∼✻∼
Consejos de Alejandro Jodorowsky, en Cabaret Místico” 
Imagen: Vicente Martí 
Intervención de Imagen: Manny Jaef 

No hay comentarios:

Publicar un comentario