Preguntan a Ramakrishna:
-¿Cree usted en Dios?
El Maestro responde:
-No.
Sorprendidos, los que lo interrogan exclaman:
-¿Cómo es posible que un gran místico como usted diga que no cree en Dios?
-No creo en Dios, lo conozco.
Los posibles peligros que advertimos en un contrato que debemos firmar acabarán un día u otro por afectamos. Donde hay un punto débil, aquello que lo rodea, por muy fuerte que sea, termina por desmoronarse junto con él. Un grupo social nunca se define por el más sabio, sino por el más torpe. Roland Topor dijo una vez que «Un gramo de caviar en un kilo de excremento no cambia nada. Un gramo de excremento en un kilo de caviar lo arruina todo».
Cuando actuamos o nos relacionamos, deberíamos proceder como el elefante. Antes de comprometernos, debemos eliminar las hormigas, es decir, establecer contratos claros, nunca para siempre sino por un plazo limitado que permita renovarlos discutiendo sus términos a la luz de los cambios que trae el tiempo. Debemos estar alerta: un lenguaje puede ser interpretado desde distintos puntos de vista.
Un hombre envía este mensaje a un hotel mexicano: «Resérvenme para tal día una suite, con vistas al mar, dos almohadas de plumas, una gran cama, un buen mini-bar, etc., etc., etc.».
Días más tarde llega a México. En su suite, con vistas al mar, encuentra un agradable mini-bar, dos almohadas de plumas y, dentro de la gran cama, tres prostitutas desnudas. Llama por teléfono a la recepción.
-¿Qué significa esto? Yo nunca pedí tal cosa. -Pero, señor, son sus etc., etc., etc.
Si los términos no son claros, el día en que nos encontramos con un abogado defensor sufrimos las consecuencias. Estos seres se las arreglan para tener siempre la razón. Apenas cometen un error, hacen cuanto pueden por demostrarnos que somos nosotros quienes hemos cometido el fallo y no ellos. Nunca reconocen el daño que causan.
Un joven padre entra en la habitación de la parturienta. Abraza a su mujer con emoción. Enseguida se inclina sobre la cuna y se da cuenta de que el bebé es totalmente negro. Retrocede horrorizado y su esposa le declara, antes de que tenga tiempo de decir algo:
-¿Ves lo que pasa por tu manía de querer hacer el amor a oscuras?
Echar la culpa a otro es una actitud a la que recurren con frecuencia quienes no trabajan para domar sus egos. A diario buscan saber quién es el responsable de lo que les sucede, sin darse cuenta de que ellos son el cómplice principal, por no decir el único artífice del problema.
-¿Cómo ha pinchado este neumático? -pregunta el mecánico. -¡Oh, de la forma más tonta! Al pisar una botella de whisky. -¡No me diga que no vio la botella!
-Sí que se lo digo, el hombre la llevaba en el bolsillo.
Se mienten a sí mismos. Hacen daño a la gente que los rodea y se niegan a reconocerlo. No asumen la responsabilidad de sus propios actos y los justifican con complacencia. Provocan estragos y luego aducen mil excusas. Abandonan en el mundo a una criatura que buscará toda su vida saber quién es su padre, y se permiten argumentar «¡Soy inocente! Engendré ese hijo, pero me largué cuando era pequeño. Es imposible que me recuerde. ¿Qué daño puedo haberle hecho, si no me conoce?».
Cuando dejamos de echar la culpa a los demás, nos encontramos con nosotros mismos. Un gran paso adelante es reconocer que somos responsables de lo que nos pasa. Sin embargo, los abogados defensores son incapaces de aceptar sus errores tan inmediatamente como lo hace este monje zen:
Llega a un monasterio, sin que se le espere, un personaje muy importante. Es la hora de la comida. Se pide al cocinero que improvise algo. Éste va al huerto, arranca unas lechugas, unos rábanos, unas zanahorias y, con lo que tiene a su alcance en la cocina, prepara rápidamente una sabrosa ensalada. El visitante comienza a comer y de pronto encuentra en su plato una cabeza de culebra. Llama al cocinero y, mostrándosela con asco, le dice:
-¿Qué es esto?
El cocinero, con un gesto rápido, toma la cabeza de culebra, la mete en su boca, se la traga, hace una reverencia y se va.
Un verdadero iniciado, cuando comete un error, sabe aceptarlo. Ha aprendido a tragarse la culebra.
El elefante, con sus patas mullidas como cojines, camina sin hacer ruido. Aunque el camino sea accidentado, avanza siempre con equilibrio, nunca se inclina ni hacia un lado ni hacia otro. Como su piel y sus patas son tan sensibles y su peso tan grande, el animal se ve obligado a vigilar sus pasos. Nunca apoya las plantas en una piedra que puede rodar, ni sobre una espina. Tiene plena conciencia de sus movimientos.
Algunas personas son de una torpeza enfermiza... Se tropiezan con mucha frecuencia, cogen una tostada para untarle mantequilla y se les hace trizas, se dejan caer sobre las sillas como si fueran pesos muertos. También, al saludarnos nos torturan la mano o hablan por teléfono en lugares públicos gritando como si estuvieran solas. Si van en el metro no se privan de damos un codazo o si llevan una mochila en la espalda golpean, sin darse cuenta, al resto de los viajeros. O manipulan los objetos cotidianos con una violencia mal contenida... Sen no Rikyu, el más grande maestro de té de la historia de Japón, resume en unos pocos poemas lo esencial de su sagrada ceremonia (servir una taza de té), donde da una importancia capital a la manera de recibir y comunicar con sensibilidad y consciencia:
Siente que manipulas lo ligero
como si fuera pesado y lo pesado
como si fuera ligero.
Cuando deposites un objeto
hazlo con la misma delicadeza
con que te despides de tu amada.
No mires el carbón de la hoguera
con los ojos sino con el corazón.
Respeta el carbón y luego
respeta sus cenizas.
Continuará...
∼✻∼
Consejos de Alejandro Jodorowsky, en “Cabaret Místico”
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