-¿Cómo te va? -pregunta Jaime.
-Muy bien -responde Samuel. -¿De verdad, bien? -insiste Jaime.
-¡Sí, claro! Mi casa es vetusta. En invierno, me muero de frío; en verano, me ahogo. Con los años, mi mujer se ha vuelto un monstruo y yo la tengo que soportar. Estoy sin un céntimo. Y, debido a mi edad, padezco cada vez más enfermedades. Pero, salvo eso, esto muy bien.
Es preciso admitir que ciertas personas se sienten bien dentro de su sufrimiento. Si su calvario terminara, se sentirían tremendamente mal. Desde la niñez se han acostumbrado a perder y a fracasar. Aprendieron que la vida es una dolorosa trampa de la que sólo se liberarán muriendo. Si sus problemas se solucionaran, perderían su identidad y el nexo emocional que los une a sus familias y a su sociedad.
Temerían desaparecer. Sus males les transmiten la sensación de existir, los definen y los hacen «iguales a todo el mundo». Cargar con una herida que nunca se cierra es mucho mejor que averiguar quién se la abrió: les cuesta reconocer que fueron niños mal amados, no comprendidos, no tenidos en cuenta; que el molde en que los introdujeron, y que hoy los encierra, es sólo de naturaleza mental. Un texto zen dice: «Si estás encerrado en un bloque de granito, ¿cómo sales? ¡Das un paso hacia adelante y danzas!».
Un judío sufre atrozmente porque usa zapatos que son demasiado pequeños para él.
-¿Por qué no compras zapatos de tu número? ¿Lo haces por ahorrar? -le pregunta, sorprendido, un amigo.
-¿Eres antisemita o qué? ¿Acaso crees que es porque soy un avaro? Si uso zapatos demasiado pequeños es porque mis negocios van mal, porque proliferan los racistas, porque mi mujer piensa abandonarme y porque mis hijos me faltan al respeto. Entonces cada noche, en cuanto entro en mi casa, me quito los zapatos y me sucede la primera cosa agradable de todo el día.
Algunas personas caen en dependencias nefastas como las drogas, el alcohol o el juego para tratar de apaciguar su angustia. Enseguida, cuando logran poner punto final a dicha dependencia, se vanaglorian y buscan ser aplaudidas. ¿Pero qué mérito tiene salir de un problema en el cual ellas mismas se metieron? Bodhidharma, que introdujo el budismo zen en China, lo expresó con toda claridad cuando fue recibido por el emperador. Éste le dijo: «He hecho traducir dos mil sutras. He creado numerosos monasterios. ¿Qué méritos tengo?». Bodhidharma, vestido con harapos, miró con fijeza al poderoso emperador y le respondió: «¡No hay méritos!». Dio media vuelta y se fue a un lugar escarpado a meditar.
No podemos exigir reconocimiento por actos que consideramos meritorios.
Cuando hacemos algo natural, no es una cuestión de mérito. Tener buena salud no es una hazaña. Tampoco lo es iluminarse. ¿Acaso deben aplaudimos porque poseamos veinte dedos?
Con gran orgullo, un hombre dice a sus amigos:
-Mi perro es muy obediente, cuando le digo «¿Vienes o no vienes?», él viene o no viene.
A veces sucede que nos engañamos. Creemos que dominamos una situación pero, en verdad, estamos totalmente dominados por ella... No hay mérito cuando se realiza una gran obra, porque el artista genial, el héroe, el campeón o el santo, al llegar a su objetivo, no logra una meta personal sino que obedece a la llamada de su Yo esencial, que a la vez obedece a los designios de la energía que sustenta el universo, transmitida por el Dios interior.
Si tenemos un mérito no es por ser autores de la obra -ella se recibe de una dimensión que nos es superior-, sino por haber sido capaces de plegar nuestro Yo personal a la voluntad del Misterio: obedecer es convertirse en canal. Y para que el canal sea totalmente útil debemos vaciarlo de pensamientos huecos, sentimientos egoístas, deseos incontrolados y necesidades superfluas.
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Alejandro Jodorowsky, en “Cabaret Místico”
Imagen: Bodhidharma by Darbz
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