martes, 25 de agosto de 2015

¿Envidia Yo? Pero Si Nunca He Sido Envidioso


Porque ¿quién no ha sentido alguna vez envidia de un compañero de clase más guapo y con más éxito en los estudios? ¿Qué hombre o mujer no ha tenido deseos de engañar a su pareja? ¿Quién no ha tenido alguna vez celos por el ascenso profesional de un colega y le ha deseado lo peor o ha disfrutado maliciosamente con el fracaso de un conocido? Lo raro es que reconozcamos estos sentimientos ante los demás, porque la vergüenza que nos producen hace que los mantengamos en secreto. Y es que no estamos dispuestos a aceptarlos como propios, porque para nuestro yo ideal, ése que está en sintonía con la imagen que queremos proyectar, no es admisible tener envidia, celos o ganas de fastidiar a alguien; son cosas vergonzantes que nos pueden hacen aparecer como ridículos, débiles o malvados ante la mirada ajena. Por eso los malos pensamientos sólo afloran en momentos de máxima tensión, cuando el inconsciente emerge de forma automática, sin que podamos evitarlo. De todas las ideas negativas que rondan nuestra mente, ninguna nos avergüenza más que la envidia. Es el sentimiento con peor reputación y más duro de admitir, porque hacerlo significa declarar que uno se siente inferior y celoso del éxito de los demás. El filósofo español del siglo XVI Luis Vives calificaba la envidia como una especie de encogimiento del espíritu a causa del bien ajeno. Es el estigma de Caín, algo socialmente inaceptable que nos hace sentir especialmente culpables cuando el objeto de nuestra envidia es un familiar o un amigo cercano.

La comparación hace que nos sintamos fracasados

Y esto no es una contradicción sino algo consustancial al sentimiento de la envidia, que normalmente nace de la comparación con las personas que consideramos que están en un nivel similar al nuestro. Normalmente no envidiamos que Almodóvar gane el Oscar o que Alejandro Sanz venda muchos discos, pero sí que a nuestro compañero de trabajo le asciendan o que nuestro hermano reciba todos los elogios, porque su éxito significa de alguna manera nuestro fracaso, dado que partimos en igualdad de condiciones. Además, el hecho de no alegrarnos de su triunfo, como supuestamente debería suceder, nos hace avergonzarnos de nuestro egoísmo. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino cree que no se envidia lo que posee el envidiado, sino la imagen que éste proyecta como poseedor del bien. La envidia revela una deficiencia de la persona que la experimenta; la tristeza del envidioso no está provocada por una pérdida, sino por un fracaso: el de no haber logrado lo que el otro sí ha logrado.

“En la oficina, antes muerta que simpática”.

En los centros de trabajo son frecuentes los celos y envidias hacia aquéllos que tienen habilidades que descuellan por encima de los compañeros. Según el psicólogo chileno Antonio Mladinic, la llegada de un empleado brillante a la empresa suele provocar en los demás la sensación de que ellos están perdiendo valor. A veces los nuevos son recibidos con frialdad por su equipo, que alimenta todo tipo de rumores maliciosos hacia ellos. Sin embargo, no siempre la envidia es un pensamiento negativo. Para Elena Borges, psicóloga clínica y educativa de Madrid, “todo depende de cómo se canalice. Si envidio a una compañera y trato de emularla para superarme yo sin que mi conducta la perjudique, no es malo. En ese caso la envidia actúa como un motor positivo para mejorar nuestra posición y nuestras expectativas vitales”. Según esta experta, “es básico tener autoestima y una escala de valores equilibrada; si eres coherente con ella y sabes separar la realidad del deseo, no harás daño a los demás ni a ti mismo”. También cree que es normal sentir vergüenza o culpabilidad por albergar pensamientos negativos hacia los otros: “la culpa funciona como mecanismo de defensa. Lo malo sería tener ideas maliciosas y no sentir culpa por ello. Pero si uno se ve dominado por la envidia hacia un colega o un amigo y se da cuenta y trata de reconducir sus sentimientos negativos para que no le afecten tanto, habrá crecido como persona”.

Los malos pensamientos ¡Qué risa! Te has roto la cabeza. Todos nos reímos casi inevitablemente cuando vemos a alguien caerse, aunque el trompazo sea de los que duelen, pero no hay nada malicioso en ello, según la psicóloga italiana Valentina D'Urso, de la Universidad de Padua: “Es una reacción infantil que permanece en los adultos y está ligada a la comicidad que provoca la ruptura del equilibrio. Los niños, cuando juegan a construir una torre, la hacen caer y se tronchan”. Para el escritor y pensador chileno Alejandro Jodorowsky, la carcajada que se nos escapa sin querer cuando alguien se da un porrazo tiene un efecto terapéutico: “Al reírnos nos desprendemos de lo que nos duele o tortura. La risa crea una distancia con nuestros propios conflictos y libera los nudos. Es como el estornudo, rápido y liberador”.

Extracto de “Los malos pensamientos”. Por Luis Otero
Imagen: Envy by Ole Martinl

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