sábado, 17 de octubre de 2015

PARADOJA


El gusto por la paradoja es una constante del género breve (El cuento cortísimo). Así el venezolano Gabriel Jiménez Emán, autor de Los 1.001 cuentos de 1 línea, neutraliza de entrada su propósito: «Quiso escribir los 1.001 cuentos de 1 línea, pero sólo le salió uno»; y, en otro momento, apunta con finura: «Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello». Tan cáustico y sutil con las relaciones amorosas, expresa el mexicano Juan José Arreola: «Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte»; o también: «Soy un Adán que sueña con el paraíso, pero siempre me despierto con las costillas intactas». Y su compatriota Luis Felipe Lomelí completa así el triste cuento El emigrante: «¿Se olvida usted de algo? –¡Ojalá!».

Una mirada singular, en ocasiones lacerante, sobre el amor ofrecen muchas autoras que cultivan el microrrelato. Así, en la antología de Clara Obligado Por favor, sea breve, aparece este hermoso y desengañado Trasplante, de Beatriz Martínez: «Mi corazón te espera, es lo único que queda de mí, estoy dentro de otra. Búscame».

Y la mexicana Mónica Lavín ofrece esta cáustica mirada reivindicativa: «Le escribió tantos versos, cuentos, canciones y hasta novelas que una noche, al buscar con ardor su cuerpo tibio, no encontró más que una hoja de papel entre las sábanas». Y con ironía sabedora de ciertos poderes femeninos, la argentina Ana María Shua expresa: «Mientras Aladino duerme, su mujer frota dulcemente su lámpara maravillosa. En esas condiciones, ¿qué genio podría resistirse?».

También los poetas, decíamos, insertan en sus versos punzantes microfilmes, desde el más trágico Robert Lowell, «¿Y si las luces que vemos al final del túnel son los faros del tren que se nos viene encima?», hasta el más emotivo Francisco Brines, quien en La última costa otea: «Mi madre me miraba muy fija desde el barco / en el viaje aquel de todos a la niebla».

No pocos cuentos breves inciden en las desavenencias y escepticismo amoroso. Lauro Zavala, en su interesante antología Minificción mexicana, destaca este cuento anónimo, digno de figurar en el pórtico de la plaza de Garibaldi: «Él le propuso matrimonio. Ella no aceptó. Y fueron muy felices». Es ya un clásico al respecto el Cuento de horror de Juan José Arreola: «La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones». Y el chileno Alejandro Jodorowsky recalca con sutileza: «No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada era más larga».

En la misma antología, Luis Felipe Hernández traza esta escena conyugal: «Lanzaba con presteza uno tras otro los cuchillos a su mujer, quien los recibía con el trapo para secarlos». Y en El harén de un tímido, aclara René Avilés: «Como temía decirles que no, opté por conservar a todas las mujeres que he amado». Todo lo contrario del compulsivo amante del cuento Una sola carne, del venezolano Armando José Sequero: «Tan pronto el sacerdote concluyó la frase... y formaréis una sola carne, el novio, excitado, se lanzó a devorar a la novia». Sin embargo, su compatriota Miguel Gómez hace este trazado de la ulterior vida conyugal: «Tras una discusión, coloqué a mi mujer sobre la mesa, la planché y me la vestí. No me sorprendió que resultara muy parecida a un hábito». Y Cortázar, por su parte, escribe en Un tal Lucas: «Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son».

Fuente (Texto): La Opinión de Málaga
Imagen: Sombras del amor. Foto: Turca Ale Jaef

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