Hay quien afirma que Alejandro Jodorowsky (Tocopila, 1929) creó el “happening” bastante antes de que John Cage y amigos se reunieran en 1952 en el Black Mountain College, en Carolina del Norte, para su “Theater piece N.º 1″. El escritor, cineasta y psicomago andaba ya por las calles de Santiago de Chile, a finales de la década de los cuarenta, montando sus “efímeros”. Era entonces un veinteañero inquieto junto a poetas mayores como Nicanor Parra o Enrique Lhin. Pasaron muchas cosas desde entonces: sus estudios con el gran mimo Marcel Marceau; las clases de filosofía en la Sorbona con Bachelard; el acercamiento a Bréton y otros surrealistas; la iniciación mexicana en la psicoterapia con Erich Fromm o en el zen con el maestro Ejo Takata; la fundación del Teatro Pánico con Arrabal y Topor; el cómic y esa obra maestra que es “El Incal”, junto a Moebius; películas de culto, literaturas diversas (poesía, novela, ensayo) y otra invención más, la psicomagia, con la que llena teatros como si fuera, a sus 85 años, el gurú fetén de la receta de la felicidad.
Volvió a ocurrir este fin semana: dos llenazos, el sábado y ayer, domingo, en el teatro Jovellanos. ¿Qué ofrece este artista que se autorretrata como un sanador de nuestra manera de pensar y que deja claro, como aviso para incautos, que no es un médico o un chamán que cure el cáncer o cualquier otra enfermedad insidiosa? Yo diría que, durante las dos horas y media que dura su “Cabaret místico” (así se llama el espectáculo), trata de restablecer algunos vínculos colectivos dramáticamente perdidos en las sociedades del capitalismo posindustrial: la presencia del otro; la confianza en los demás; el sentimiento de que somos parte de una comunidad universal que debe aprender a amarse y ayudarse.
Y si uno lo piensa bien, esto que hace Jodorowsky es continuar por otros medios (es más viejo y más sabio) la obra que empezó con aquellos “efímeros”, cuando era un precursor del “happening”. El artista francochileno (tiene la doble nacionalidad) explota a fondo sus muchos conocimientos teatrales y un sentido de la dramaturgia como tema e improvisación. “Hay que descubrir ciertos actos de raíz teatral que te hacen descubrir cosas que nunca has hecho, pero que te liberan”, me explicó en una entrevista que publicó LA NUEVA ESPAÑA el pasado 19 de febrero. Un pequeño grupo de conocidos empezó a acudir a sus lecturas del Tarot, en un gimnasio parisino. Aquellos encuentros se convirtieron, con el paso del tiempo, en el “cabaret místico” con el que abarrota salas bajo una consigna que tiene el perfume de los adagios clásicos: “Para cambiar el mundo, lo primero cambiarme a mí mismo”.
El público se entrega sin resistencias a los “ejercicios” que propone Jodorowsky, que se convierte de pronto en un director de teatro con mil actores dispuestos a seguir cada una de sus indicaciones, por más extravagantes que puedan parecer. Así lo vimos, una vez más, en el teatro Jovellanos. A nadie se le ocurre pensar que es un vendedor de crecepelo, un impostor de traje negro con sonrisa de gato y mirada de búho. Sabe adobar sus profusas sabidurías (del budismo a la terapia de grupo) de un humor al que no le falta una suave ironía que hace asumibles sus propuestas, aun las que suenan un poco disparatadas. El público, que paga un buen precio por su entrada, se amotinaría ante cualquier otro que no fuera Jodorowsky. Porque, en realidad, quien hace la mayor parte del trabajo durante esas dos horas y media a la caza de la Gran Mutación son los espectadores, a los que el psicomago artista invita a gritar, contarse su vida, abrazarse, moverse, subir al escenario, y por ahí seguido. “Cambiar nos da miedo, pues tememos perder la seguridad del clan”, advierte al principio de este taller que cualquier desprevenido, recién ingresado en el teatro, podría calificar de chifladura colectiva.
Jodorowsky necesita poco en escena: un micrófono, su libretita de frases con miga y la ayuda intermitente de su joven y silenciosa esposa, Pascalita. Lo primero, siguiendo la tradición ocultista, es la búsqueda de un “egregor”, la representación de un pensamiento colectivo. Así que pone en pie a todos los espectadores para que exploren, a grito pelado, las vocales y sus mágicas propiedades: la “i”, que limpia la mente; la “e”, que purifica; la “a”, que simboliza el amor y la pureza; la “o”, que otorga la fuerza, y la “u”, que representa el mundo misterioso y la sensualidad. Es una manera de que la gente se suelte, porque, casi a renglón seguido, cada espectador tiene seis minutos para contar su vida allí mismo a algún desconocido de una butaca próxima; quien escucha debe hacer lo mismo, después, con su improvisado confidente.
El teatro es un inmenso murmullo. Ese ejercicio, que se va acortando (hay que hacer el relato en tres minutos y, luego, en un minuto) se resuelve con un “te escuché, te comprendí, te bendigo y te abrazo”. Hay caras satisfechas, de alivio. Uno no puede evitar el pensamiento de que la sensación de soledad está más extendida de lo que imaginamos. El taller teatral que es “Cabaret místico” se construye desde la participación del espectador. Pregunta: “¿Cuál es mi finalidad en la vida?”. “Ser libre”, dice alguien. Toda meta encubre una carencia, afirma Jodorowsky, para quien el estudio de nuestro árbol genealógico es fundamental.
Más ejercicios: tríos en los que una pareja hace de padres y otro espectador de hijo. Hay que descubrir la parte esencial de uno mismo, lo que fuimos durante nuestra gestación. Para el psicomago, nuestro ego no es más que “un yo artificial que debemos hacer evolucionar”. En realidad, a lo que debemos aspirar, según el artista, es a no poseer ni pasado ni futuro, a ser sólo lo que está aquí y ahora. Una espectadora sube al escenario y cuenta que se siente decepcionada porque su novio la ha engañado con otra durante años. Medio centenar de personas, siguiendo las indicaciones de Jodorowsky, iza a la muchacha, que grita y llora. “Gracias a todos, he vuelto a nacer”, cuenta. El artista propone escuchar los latidos del corazón de quien está al lado. Y un último ejercicio para acariciar el aire. “Es todo lo que puedo hacer hoy”, concluye. Hay quien sonríe feliz.
Algunas frases:
“El nombre nos ata a lo infantil, pero el ser esencial no tiene nombre”.
“El arte, a diferencia del fútbol no tiene nacionalidad; sin nacionalidad, no tienes raza”.
“El ser esencial no es hombre ni es mujer, es todo”.
“No hay edad en tu interior”.
“Tengo fe en el ser humano; veo en cada persona un universo en expansión”.
“El cuerpo quiere vivir tanto como el Universo”.
“Aceptando lo colectivo, construimos; separándonos, destruimos”.
Alejandro Jodorowsky, en el teatro Jovellanos, en una de sus intervenciones dentro de "Cabaret místico".