Un niño entra en su casa y, llorando, se precipita en brazos de su madre. Tiene un leve rasguño en la cara.
-¡Ese maldito niño se me echó encima y me golpeó! -se queja entre sollozos.
-Mi pobre pequeño, ¿sabes cómo se llama el que te golpeó? -pregunta la madre, conmovida por el dolor de su hijo.
-No, no lo conozco.
-Entonces, ¿cómo vamos a hacer para identificarlo?
-No lo sé, pero tal vez esto nos ayude: tengo en mi bolsillo su oreja.
Son muchas las personas que se consideran víctimas, pese a que han arrancado la oreja a su enemigo. Cuando acuden a nosotros para quejarse nos preguntamos si son tan víctimas como pretenden, y entonces buscamos en sus bolsillos. Y en ellos encontramos, a veces, orejas, manos, penes, senos, úteros...
¡Tantas cosas...! El inconsciente de las personas frustradas está lleno de impulsos terribles.
En el plano psicológico, no siempre es la víctima quien pensamos que lo es.
Nos lanzan reproches, nos culpabilizan, pero cuando queremos tocar nuestra oreja, nos damos cuenta de que ya no la tenemos.
Cuando nos veamos en una situación en la que el papel verdugo-víctima deba ser aclarado, preguntémonos si las personas con las que tenemos contacto están alegrándonos la vida o si poseen un pedazo, o toda nuestra oreja, dentro de su bolsillo... Cuando no deseamos ser cortadores de orejas, ni tampoco que nos descuarticen moralmente, buscamos la manera de eludir los conflictos:
Un antisemita convencido camina por la calle y se cruza con un judío.
-¡Puerco Inmundo! -le grita.
-Josef Goldenberg, mucho gusto -responde, afable, el judío.
Supongamos que una persona nos envía una carta plagada de insultos pero que nosotros acabamos no recibiendo y le es devuelta... Esa persona acabaría recibiendo su propia basura.
Cuando alguien nos agrede, podemos responder con golpes, injurias, mordiscos o llanto, pero también podemos eludirlo y dejar que sus palabras o embestidas nos rocen sin tocarnos, como hace un torero con un toro, que jamás huye del animal que ataca. Lo encara, y esquiva. Nada de cobardía. Pero no se expone de frente. Con elegancia, presenta su muleta al toro y éste pasa a su lado. La agresión es desviada, no la absorbe.
Pero imaginemos que, por no lograr esquivarla, recibimos la bofetada.
¿Debemos presentar la otra mejilla, sin defendernos, tal como recomiendan los evangelios? ¿Es ése el verdadero mensaje de Cristo? Tal consejo, como todo texto sagrado, puede dar origen a distintas interpretaciones. Si una no nos conviene, debemos encontrar otra. Además, si nos repugna ser una víctima «profesional» que, por ganarse un futuro paraíso, solicita más golpes a los aporreadores, podremos decir que la bofetada recibida la merecemos, no por una falta moral sino por una falta de atención.
Un joven japonés quiere convertirse en samurai. Va a visitar a un gran profesor de esgrima.
-Maestro, ¿qué se necesita para dominar el arte de la espada? -Se necesita atención.
-¿Sólo eso?
-No. Se necesita atención y atención.
-¿De veras, nada más?
-Atención, atención y más atención...
Esta atención, eje de la meditación zen, consiste antes que nada en observamos continuamente a nosotros mismos. Sin juzgamos, dejando que se manifiesten nuestras debilidades e ilusiones para intentar dominadas... «Atención, tengo miedo de morir, y sólo quien no teme a la muerte puede triunfar... Atención, debo eliminar ese miedo desidentificándome de mi Yo ilusorio... Atención, nada es permanente... Atención, mi enemigo es mi colaborador: juntos haremos de este duelo una obra de arte. Que sea él o yo quien gane no tiene importancia. Lo más importante es nuestro arte.»
Encontramos el mismo mensaje en la leyenda del té: para no dormirse cuando está meditando, Buda se corta los párpados y los lanza a la tierra: en el lugar en el que caen, nace la planta que ahuyenta el sueño... En la Edad Media, la cualidad esencial que se le atribuía al león era que nunca cerraba los ojos, y se decía de él que estaba al acecho con la mirada fija eternamente. Leyendas que aconsejan la atención constante...
Si, por falta de atención, tenemos una mejilla vulnerable, o sea un Yo personal miope, al recibir el golpe deberíamos agradecer ese ataque por habernos hecho conscientes de una debilidad; quien parece que nos castiga en realidad nos está ayudando... El necio, cada vez que le muestran uno de sus defectos, se ofende. En cambio el sabio lo agradece, porque esa crítica le permite superarse.
Quienes obtienen el más alto nivel de Consciencia, y logran despertar al Dios interior, no necesitan arrancar orejas, ni esquivar ataques, ni presentar su segunda
mejilla. Simplemente ignoran la violencia:
Un feroz guerrero, después de ultimar a sus enemigos en el campo de batalla, entra en una pequeña aldea con la espada desenvainada, sediento de sangre. Los aldeanos huyen despavoridos, excepto un viejo monje, que medita sentado junto a la puerta de un templo.
-Todos tus paisanos huyeron muertos de miedo -le dice el guerrero-. ¿Por qué tú, vejestorio, no haces lo mismo? ¡Con esta espada puedo partirte en dos sin pestañear!
-Y yo -le responde tranquilamente el viejo-, sin pestañear, puedo dejarme partir en dos.
Iracundo, el guerrero primero parte en dos al viejo y luego, con feroces tajos, lo despedaza entero. Poco a poco se calma. Observa restos sanguinolentos. Y comprende entonces el inmenso valor del anciano. Se corta la trenza, rompe su espada y ahí mismo, ante las puertas del templo, se sienta a meditar.
Muy pocos en la historia de la humanidad han llegado a tener este nivel de Consciencia. Sin embargo existe un método muy efectivo, al alcance de todos, para vivir en paz y nunca en conflicto. Claro está que para lograrlo se necesita desarrollar una gran paciencia.
Un estudiante pregunta a su maestro en artes marciales: -Maestro, ¿me puede enseñar la sabiduría?
-Sí, puedo.
-Enséñemela entonces enseguida.
-¿Enseguida? De acuerdo. Ve al cementerio, insulta a los muertos y después vuelve para contarme lo que te han dicho.
El estudiante va al cementerio, insulta a los muertos y regresa.
-¿Insultaste a los muertos?
-Sí, Maestro.
-¿Y qué te dijeron?
-Nada, Maestro... No respondieron.
-Entonces ve otra vez al cementerio y adula a esos muertos.
El estudiante va otra vez al cementerio, adula a los muertos y regresa.
-¿Adulaste a los muertos?
-Sí, Maestro.
-¿Y qué te dijeron?
-Nada, Maestro... Nada.
-Ésa es la sabiduría. Tanto si te insultan como si te adulan, no debes reaccionar, como los muertos.
-¡Ese maldito niño se me echó encima y me golpeó! -se queja entre sollozos.
-Mi pobre pequeño, ¿sabes cómo se llama el que te golpeó? -pregunta la madre, conmovida por el dolor de su hijo.
-No, no lo conozco.
-Entonces, ¿cómo vamos a hacer para identificarlo?
-No lo sé, pero tal vez esto nos ayude: tengo en mi bolsillo su oreja.
Son muchas las personas que se consideran víctimas, pese a que han arrancado la oreja a su enemigo. Cuando acuden a nosotros para quejarse nos preguntamos si son tan víctimas como pretenden, y entonces buscamos en sus bolsillos. Y en ellos encontramos, a veces, orejas, manos, penes, senos, úteros...
¡Tantas cosas...! El inconsciente de las personas frustradas está lleno de impulsos terribles.
En el plano psicológico, no siempre es la víctima quien pensamos que lo es.
Nos lanzan reproches, nos culpabilizan, pero cuando queremos tocar nuestra oreja, nos damos cuenta de que ya no la tenemos.
Cuando nos veamos en una situación en la que el papel verdugo-víctima deba ser aclarado, preguntémonos si las personas con las que tenemos contacto están alegrándonos la vida o si poseen un pedazo, o toda nuestra oreja, dentro de su bolsillo... Cuando no deseamos ser cortadores de orejas, ni tampoco que nos descuarticen moralmente, buscamos la manera de eludir los conflictos:
Un antisemita convencido camina por la calle y se cruza con un judío.
-¡Puerco Inmundo! -le grita.
-Josef Goldenberg, mucho gusto -responde, afable, el judío.
Supongamos que una persona nos envía una carta plagada de insultos pero que nosotros acabamos no recibiendo y le es devuelta... Esa persona acabaría recibiendo su propia basura.
Cuando alguien nos agrede, podemos responder con golpes, injurias, mordiscos o llanto, pero también podemos eludirlo y dejar que sus palabras o embestidas nos rocen sin tocarnos, como hace un torero con un toro, que jamás huye del animal que ataca. Lo encara, y esquiva. Nada de cobardía. Pero no se expone de frente. Con elegancia, presenta su muleta al toro y éste pasa a su lado. La agresión es desviada, no la absorbe.
Pero imaginemos que, por no lograr esquivarla, recibimos la bofetada.
¿Debemos presentar la otra mejilla, sin defendernos, tal como recomiendan los evangelios? ¿Es ése el verdadero mensaje de Cristo? Tal consejo, como todo texto sagrado, puede dar origen a distintas interpretaciones. Si una no nos conviene, debemos encontrar otra. Además, si nos repugna ser una víctima «profesional» que, por ganarse un futuro paraíso, solicita más golpes a los aporreadores, podremos decir que la bofetada recibida la merecemos, no por una falta moral sino por una falta de atención.
Un joven japonés quiere convertirse en samurai. Va a visitar a un gran profesor de esgrima.
-Maestro, ¿qué se necesita para dominar el arte de la espada? -Se necesita atención.
-¿Sólo eso?
-No. Se necesita atención y atención.
-¿De veras, nada más?
-Atención, atención y más atención...
Esta atención, eje de la meditación zen, consiste antes que nada en observamos continuamente a nosotros mismos. Sin juzgamos, dejando que se manifiesten nuestras debilidades e ilusiones para intentar dominadas... «Atención, tengo miedo de morir, y sólo quien no teme a la muerte puede triunfar... Atención, debo eliminar ese miedo desidentificándome de mi Yo ilusorio... Atención, nada es permanente... Atención, mi enemigo es mi colaborador: juntos haremos de este duelo una obra de arte. Que sea él o yo quien gane no tiene importancia. Lo más importante es nuestro arte.»
Encontramos el mismo mensaje en la leyenda del té: para no dormirse cuando está meditando, Buda se corta los párpados y los lanza a la tierra: en el lugar en el que caen, nace la planta que ahuyenta el sueño... En la Edad Media, la cualidad esencial que se le atribuía al león era que nunca cerraba los ojos, y se decía de él que estaba al acecho con la mirada fija eternamente. Leyendas que aconsejan la atención constante...
Si, por falta de atención, tenemos una mejilla vulnerable, o sea un Yo personal miope, al recibir el golpe deberíamos agradecer ese ataque por habernos hecho conscientes de una debilidad; quien parece que nos castiga en realidad nos está ayudando... El necio, cada vez que le muestran uno de sus defectos, se ofende. En cambio el sabio lo agradece, porque esa crítica le permite superarse.
Quienes obtienen el más alto nivel de Consciencia, y logran despertar al Dios interior, no necesitan arrancar orejas, ni esquivar ataques, ni presentar su segunda
mejilla. Simplemente ignoran la violencia:
Un feroz guerrero, después de ultimar a sus enemigos en el campo de batalla, entra en una pequeña aldea con la espada desenvainada, sediento de sangre. Los aldeanos huyen despavoridos, excepto un viejo monje, que medita sentado junto a la puerta de un templo.
-Todos tus paisanos huyeron muertos de miedo -le dice el guerrero-. ¿Por qué tú, vejestorio, no haces lo mismo? ¡Con esta espada puedo partirte en dos sin pestañear!
-Y yo -le responde tranquilamente el viejo-, sin pestañear, puedo dejarme partir en dos.
Iracundo, el guerrero primero parte en dos al viejo y luego, con feroces tajos, lo despedaza entero. Poco a poco se calma. Observa restos sanguinolentos. Y comprende entonces el inmenso valor del anciano. Se corta la trenza, rompe su espada y ahí mismo, ante las puertas del templo, se sienta a meditar.
Muy pocos en la historia de la humanidad han llegado a tener este nivel de Consciencia. Sin embargo existe un método muy efectivo, al alcance de todos, para vivir en paz y nunca en conflicto. Claro está que para lograrlo se necesita desarrollar una gran paciencia.
Un estudiante pregunta a su maestro en artes marciales: -Maestro, ¿me puede enseñar la sabiduría?
-Sí, puedo.
-Enséñemela entonces enseguida.
-¿Enseguida? De acuerdo. Ve al cementerio, insulta a los muertos y después vuelve para contarme lo que te han dicho.
El estudiante va al cementerio, insulta a los muertos y regresa.
-¿Insultaste a los muertos?
-Sí, Maestro.
-¿Y qué te dijeron?
-Nada, Maestro... No respondieron.
-Entonces ve otra vez al cementerio y adula a esos muertos.
El estudiante va otra vez al cementerio, adula a los muertos y regresa.
-¿Adulaste a los muertos?
-Sí, Maestro.
-¿Y qué te dijeron?
-Nada, Maestro... Nada.
-Ésa es la sabiduría. Tanto si te insultan como si te adulan, no debes reaccionar, como los muertos.
∼✻∼
Consejos de Alejandro Jodorowsky, en “Cabaret Místico”
Imagen: monochronicle
Montaje de Imagen: Manny Jaef
No hay comentarios:
Publicar un comentario