En aquel reino los asuntos iban de mal en peor. El dinero, en un proceso irreversible, como cadáver que se corrompe, devaluándose sin que solución alguna pudiera hacer resucitar su antiguo poder. Como si fueran conejos, los súbditos se multiplicaban llenando de hijos miserables el suelo agotado. El hambre aumentaba a la par que el descontento, y crecía la violencia. Las autoridades, incapaces de ayudar al pueblo -¿en esos momentos de naufragio, quién iba ayudar a otra cosa que a su propio bolsillo?-, aumentaban las fuerzas represivas, lo que ayudaba a convertir al reino en una caldera con paredes que tenían que ser engrosadas continuamente para que pudieran retener la explosión de un vapor de agua en continuo crecimiento... El Monarca, para solucionar los problemas del presente y retardar el inevitable y catastrófico futuro, trabajaba sin cesar. Llegaba rendido a su lecho y trataba de dormir con la esperanza de lograr un sueño reparador. ¡En vano! Cada madrugada, su pequeño hijo, a quien adoraba más que al sol, se levantaba y comenzaba a jugar dando esos cristalinos gritos con que las gargantas infantiles saludan el placer de un nuevo día. La reina, una devota mujer, comprendiendo cuan esencial era el descanso para su marido, interrumpía la alharaca del príncipe con susurros exagerados: “¡Por favor, mi niño, cállate!”. El rey se despertaba e inmediatamente la atroz realidad caía en su mente impidiéndole seguir durmiendo. Su mujer le dijo: “¡Perdóneme, señor, pero no logro hacerlo callar!”. El rey sonrió con amarga bondad: “¡Señora, en este reino donde todo son quejas y miseria, los gritos de felicidad no me perturban sino que me hacen descansar cual si fueran música. En cambio la voz de usted, tan llena de preocupación y severidad, me despierta porque no corresponde a la maravillosa alegría de un mundo que viene saliendo de la noche y entra al baño de luz del nuevo día como si la mañana fuera un bautizo!”... La reina dejó de preocuparse, el niño jugó cuanto quiso y el rey pudo dormir a pierna suelta.
La energía natural hay que encauzarla y no reprimirla.
Fuente: Plano Sin Fin
Imagen: Andreas Lie
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