Por unanimidad, el león fue nombrado Emperador de la Selva. Al comienzo, el digno cargo lo llenó de orgullo, pero a los pocos días se angustió. En todos los claros y rincones estallaban crueles batallas. Nadie podía caminar con seguridad por los senderos. Al caer el sol, los animales se encerraban temblando en sus madrigueras. Muchas especies habían dominado el secreto del fuego y mantenían brasas ardientes dispuestas a quemar la selva si fuera preciso, aunque la mayor parte de sus habitantes pereciera... El Emperador llamó al burro, su Primer Ministro. Lloró amargamente junto a una de sus largas orejas. “¡Mi fiel colaborador, nunca tendré fuerzas para solucionar tan enorme problema! ¡Vamos hacia la destrucción!” El burro, con gran esfuerzo, pensó y luego dijo: “Querido amo, si usted no llega a resolver un problema inmenso, trate por lo menos de resolver un problema pequeño, que esté al alcance de sus fuerzas. ¿Puede ordenar la selva entera?” “¡No!” “Trate entonces de ordenar el área en la que usted vive.” “¡No puedo —contestó el león— porque hay tantas envidias en mi corte que no logro organizar un ejército!” “¡Entonces, ordene su corte!” “¡Imposible! ¡Hay tales disputas en mi propia familia que no tengo tiempo de pensar en otras cosas!” “¡Entonces, oh Majestad, solucione los problemas de su familia!” “¡No puedo, pedazo de burro, porque yo mismo me debato entre las ansias de servir a mi pueblo y el deseo voraz de comérmelo!” Y la fiera saltó sobre su Primer Ministro. El burro, mientras era devorado, pensó: “Esto me pasa por tratar de mejorar al león antes que a mí mismo”.
Alejandro Jodorowsky
Ilustraciones: The Donkey and the Lion by Valentin Litvinenko
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